BLANCO VILLALTA
MONTOYA
APOSTOL DE LOS GUARANIES
COLECCIÓN
CUPULA
EDITORIAL
GUILLERMO KRAFT LIMITADA BUENOS AIRES
MONTOYA
Apóstol de los Guaraníes
En el ámbito de la gran em- presa misionera, que condujo a la Compañía de Jesús a reali- zar la conquista espiritual de infinitos núcleos de indígenas en el vasto espacio geográfico que abarcaron las Doctrinas Guaraníes, el padre Antonio Ruiz de Montoya destaca su fi- gura vigorosa como uno de sus mayores forjadores.
Desde las reducciones de Nuestra Señora de Loreto y de San Ignacio Miní, en el Guay- rá, inició la obra catequizado- ra, y dió enérgico impulso a la era fundacional desde su alto cargo de superior de las Doc- trinas. Su conocimiento pro- fundo del alma guaraní, de sus creencias, sirvió para inducir a los indígenas a que aceptasen con tanta docilidad el orden jesuítico y se reuniesen las fa- milias en los pueblos grandes.
La epopeya de Antonio Ruiz surge con vividos rasgos en es- ta biografía, en que Blanco Vi- llalta reconstruye el ambiente, cargado de misticismo, de do- lor y de fe, por el que avanzó el apóstol; el clima espiritual en que se desarrolló la gesta misionera y las horas terribles de su destrucción.
Defensor de las muchedum- bres indígenas humilladas por
(Continúa en la solapa posterior)
BLANCO VI LL ALTA
MONTOYA
APOSTOL BE LOS GUARANIES
JUN 5 1985
COLECCIÓN
CÚPULA
EDITORIAL GUILLERMO KRAFT LIMITADA
FUNDADA EN 18 64
BUENOS AIRES
IMPRESO EN LA ARGENTINA
Queda hecho el depósito que previene la ley N.° 11.723. Copyright by Editorial Guillermo Krajl Ltda., cade Reconquista 319-327 — Buenos Aires.
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Trayectos de su apostóla
ííQeñor mío Jesucristo, Dios y Hombre O verdadero, Creador y Redentor mío. Por ser Vos quien sois . . . " "Che y ara Iesu Christo Tupa etérámó, aba etérdmó eicóbo, chemóñdngára, chepicyró hára. Che Tupa etérámó nderecó rehé ..." Traducía el pa- dre Antonio Ruiz de Montoya el acto de contrición con que daba fin a su Catecismo de la lengua guaraní, que, sumado a su Arte, a su Vocabulario y a su Tesoro de la lengua guaraní, edificaba el monumento de mayor solidez y más armoniosas líneas entre los aportes al estudio de la lingua geral. Con- tribución inmensurable para la obra evan- gelizadora, al tiempo que por el conducto plástico de las voces vernáculas establecía
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un medio de comunión entre los portado- res de una nueva creencia y de una distinta civilización y la gran familia guaraní.
Aún, y muy por encima de su labor de lingüista eminente, se destaca la figura de Montoya sobre las selvas misioneras con proporciones taumatúrgicas de apóstol, de iluminado, protegiendo a las muchedum- bres indígenas de la fusta de los encomen- deros españoles, de las extenuantes fatigas en los yerbatales, de los surcos malditos de la siembra, cuando los esclavos se abaten sobre los mangos del arado; defendiéndolos de los bandeirantes paulistas que en su em- puje hacia occidente, hacia las minas ricas y los canteros humanos para sus granjerias, dejaban atrás los rosarios dolorosos de gua- raníes atados con colleras, como bestias, ca- mino de la degradación o de la muerte.
Los aconteceres de epopeya, por los que un pequeñísimo grupo de soldados de la Compañía de Jesús realizó la conquista espi- ritual de infinitos núcleos de empenachados combatientes diseminados por tan extensos territorios como los que abarcaron las Doc- trinas Guaraníes, tuvieron en lugar de pri- vilegio al padre Montoya, abnegado y hu- milde en la evangelización, vigoroso, irre-
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ductible al sostener la causa con la que se había identificado en forma total, alzada en la diestra la espada flamígera y en el verbo el anatema para castigar y acusar a quienes trataban de destruirla.
En la gestación de las grandes reduccio- nes, en que se reunía a varias aldeas, y se organizaba a las familias de acuerdo con ori- ginales sistemas en que la labor cooperati- va, la oración y el descanso estaban prefija- dos, el tenaz y heroico misionero trabajó con dedicación y fuerza tales, que sólo de una auténtica fe y un convencimiento profundo podían emerger su impulso y proyección.
Solo o con un compañero, sin armas, pe- netró por los grandes ríos, el Alto Paraná, el Paranapanema, el Iguazú, el Piquirí, por entre las columnatas de la selva, a través de matorrales y pantanos, expuesto a ser des- garrado por las fieras o destruido por los reptiles. Y salvados estos valladares debía en- frentar recién el objeto de tanto sacrificio: la taba, la aldehuela guaraní.
Tarea que requería un singular magne- tismo era la de convencer, mediante el solo arbitrio de la palabra, en mal urdido len- guaje nativo, de que era preciso abandonar la vida libre y seminómade de la taba por el
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pueblo grande, renunciar a sus creencias an- cestrales, a las fiestas rituales de la antropo- fagia, de la renovación y la venganza, a sus múltiples mujeres, y todo por la gracia del agua bautismal, de la protección del Dios de los blancos y de ver abrirse los senderos del Cielo, tan similar a la tierra sin mal de los mitos indígenas.
En particular, hallaba obstáculos mayo- res acatar la exigencia cristiana de que los catecúmenos abjurasen del rito sangriento, íntimamente vinculado a la religiosidad de ese pueblo, que cursaba la etapa auroral de su vida superior. Las fiestas de la renova- ción y la venganza se cumplían, con varian- tes de forma en la liturgia, en todos los sec- tores de la dispersión tupiguaraní.
A la gran familia, como a los caribes, ma- yas, aztecas, haidas, cuaquíutles o tlinguites, etnos que tuvieron acceso a la agricultura, a los estratos más elevados del arte, que se rigieron por leyes sociales y políticas mol- deadas por una inteligente experiencia, y crearon cosmogonías y teogonias de hondo y sugestivo simbolismo, una fuerza subcons- ciente inducía a incorporar al propio ser la materia anímica de otros seres, los más he- roicos, los guerreros vencidos en la dura lid.
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Toda la aldea participaba en la celebra- ción de las fiestas místicas de la renovación y la venganza, que evidenciaban el poderío de aquélla, la eficacia de su organización ci- vil y la fuerza y entereza de sus combatien- tes, la sabiduría y audacia de los jefes, las facultades extrahumanas de los hechiceros, la inspiración de su agorería, y la buena pre- disposición de los espíritus, en cuya volun- tad estaba la victoria o la derrota.
Un halo sobrenatural transfiguraba a los sacerdotes blancos cuando enfrentaban a la gente de la taba, y desprovistos de armas arrancaban el tacapé, la maza guerrera, de manos del elegido para realizar la ejecución, arengaban amenazantes a la muchedumbre y la obligaban, sobrecogido el ánimo de te- mor, a renunciar al acto lustral, el momen- to más alto y sagrado de su vida.
El milagro de la conversión se repetía sin cesar, venciendo la oposición de los hechi- ceros que se aferraban al pasado, de los hom- bres dioses que en crisis mesiánicas inten- taban despertar a los antiguos temibles canoeros comedores de hombres, hacerles abandonar la inercia, la mansedumbre, que los llevaba al aniquilamiento de esas fuer- zas espirituales que los habían traído desde
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los arcos opacos del tiempo, desde más allá del padre Amazonas, a la conquista de esas cósmicas regiones que ahora otros hombres sojuzgaban con el estruendo de sus armas y el filo de sus hierros.
Ruiz de Montoya era el paí, el sacerdote, aureolado de misterio, cuya fuerza espiri- tual penetraba sutil hasta el subconsciente de los jefes, los tubichá, y les hacía ceder a esa gravitación incoherente de la fe, a la que el espíritu místico de los guaraníes se hallaba siempre inclinado.
La vida nueva ofrecida por los jesuítas es- taba materialmente exenta de penuria. En ella veían un modo de evadirse de los caza- dores de esclavos que aparecían esporádica- mente desde el oriente, y de los encomen- deros que avanzaban por el oeste e iban cerrando, con sus manos codiciosas e inape- lables, los espacios aun no sojuzgados en las encrucijadas de las corrientes de agua. Las familias confiaban en liberarse del sino de destrucción que intuyeron sus magos y al- canzar en la existencia de ultratumba un destino de reposo, aunque infinitamente le- jano.
Con los primeros años del siglo xvir, las fundaciones debidas a Montoya comenzaron
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a congregar a miles de familias en el orden jesuítico. Como gemas incrustadas en el verdor profundo de los bosques y las serra- nías, junto a los ríos y arroyos, los pueblos crecieron al amparo de las casas de Tupa, el Señor, y la dulce imagen de Tupasí, la Madre de Dios, recostados en los Tupam- baé, los huertos y sembrados, los ganados, los derribos, los yerbatales e ingenios de la comunidad.
Tupa, el genio del espacio, identificado con el trueno, no tenía otros atributos, en la cosmogénesis de la gran familia, que los clá- sicos de la tormenta: tronar y enviar el rayo y la lluvia. Era imaginado como un hom- brecillo de cabellera ondulante, que se tras- ladaba a través del espacio, navegando en un asiento hueco. Dos aves llamadas Tapa, heraldos de la tempestad, precedían el viaje del numen envuelto en la tormenta. La ori- ginal embarcación producía un espanta- ble ruido, el trueno, mientras el tembetá de resina de Tupa lanzaba relámpagos y rayos.
Los primeros cronistas y misioneros, al entrar en contacto con los tupiguaraníes, y
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buscar similitudes entre las entidades mí- ticas de éstos y el concepto cristiano de la divinidad, cayeron en confusión.
Carecieron los catequistas primigenios de un sentido analítico apropiado y, a no du- darlo, las urgencias de la conversión requi- rieron definiciones que se ajustasen a la exégesis de la doctrina cristiana, sus grandes dogmas. Al referirse ante jefes y hechiceros al ser poderoso que habitaba en lo recóndi- to del espacio, señor de los elementos, los in- dígenas creían reconocer a Tupa. Mas al agregarle las virtudes de creador de todas las cosas, del Señor que regía el universo y que franqueaba o sellaba las puertas del paraíso, los teólogos indios quedaban turbados. En- tre el Dios de los blancos y el Gran Antece- sor, el transformador desdibujado en el re- cuerdo, figura sin rostro ni ubicación, des- carnada, relegada a las sombras, el paran- gón era difícil de establecer por hombres que representaban a civilizaciones totalmen- te dispares.
En el relato de su viaje al Brasil, escrito por Juan de Léry, pastor reformista, en 1556, anota el autor la clave de la personali- dad de Tupa y las intenciones de los misio- neros referentes a la catequesis. Cuando el
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trueno rugía en el cielo, los indígenas se sentían atemorizados; entonces los blancos les informaban que el verdadero Dios les mostraba así su omnipotencia, haciendo temblar cielo y tierra. Para los catecúmenos, quien tal cosa hacía era Tupa.
Pedro Lozano, cronista de la Orden de Loyola, a mediados del siglo xvm, estudioso de las costumbres de los pequeños canoeros y que indagó su vida espiritual, en sus obras capitales se amoldó, en el ámbito de la sig- nificación de Tupa, a lo discernido por sus predecesores en la crónica india. Desarrolló la tesis de que los guaraníes, en la gentili- dad, tuvieron conocimiento del Dios único, "lo que se colige del nombre que le dieron de Tupa, que quiere decir excelencia su- perior". A esa divinidad le atribuían la fa- cultad de herir con el rayo y producir horrí- sonos truenos, "de que tenían grandísimo susto, porque los creían efectos del enojo de esa Superior Excelencia".
Predominó en el espíritu de los misione- ros la convicción de que la deidad máxima de los indígenas era Tupa, y así, mediante este proceso, pasóse a dar su nombre al nue- vo Dios que admitieron junto con el bau- tismo.
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La organización económica y social de las Doctrinas se avenía perfectamente con las modalidades tupiguaraníes, no de otra ma- nera hubiese sido aceptada con tan marca- da docilidad por la gran familia cuya histo- ria de fiereza estaba inscripta en medio continente con su frondosa toponimia.
Prueba de que su sistema era admitido de buen grado fué la permanencia insisten- te de los índigenas en el orden jesuítico ins- tituido, y la defensa que hicieron de él a través de los años. Mientras la guerra había asolado las costas del Brasil y las canoas mo- noxilas y los rebatos de los empenachados combatientes pusieron a la conquista por- tuguesa o francesa en horas de zozobra, mientras la encomienda y el servicio perso- nal diezmaban las aldeas, tanto en el norte del mundo tupiguaraní como en el Paraguay y la vertiente oriental andina, en las comu- nidades misioneras las familias se multipli- caban.
Para los pueblos primitivos, los métodos ignacianos no eran de fácil aplicabilidad, ni sus resultados generosos, como evidente- mente se vió con los guaycurúes y otros et- nos; pero el guaraní, industrioso en sumo grado, poseído por un alto sentido estético
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puesto de manifiesto en la fabricación de todo su ajuar, en sus ornamentos plúmeos, en los dibujos corporales y tatuajes, apasio- nado por el orden social, respetuoso de las jerarquías acreditadas por el heroísmo, la prudencia y la edad, estaba señalado para desarrollarse dentro de las normas flexibles y paternales de las Doctrinas y adecuarse a la civilización cristiana.
Con mayor diligencia que lo previsto, los agricultores indios entendieron y aplicaron las enseñanzas recibidas, y los que eran des- tinados a cuidar del ganado lo hicieron con eficacia y dulzura. En la artesanía igualaban bien pronto a los maestros, aun en trabajar los metales, que antes ignoraban totalmen- te. En la decoración, ya fuese pintura o ta- lla, realizaban obras de imitación perfecta. Eran siglos de evolución que efectuaban en años y aún en meses.
El milagro de los signos que sugieren so- nidos y que dispuestos en determinado or- den encierran palabras y frases, sedujo la inquieta condición de los catecúmenos, cu- riosos ante toda novedad. Y los maestros ig- nacianos, que descendieron en el espíritu guaraní y advirtieron sus nobles calidades y sus predilecciones intuitivas, secundaron la
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doctrina y la enseñanza con la música y el baile, tan entrañablemente ligados a la gran familia. Los salmos, los maitines, las leta- nías interpretados por los coros indios se elevaron hacia el Señor con tonalidades ma- ravillosas.
Mas los himnos de la fe y los cantos que acompañaban a los obreros fueron quebra- dos por las corrientes conquistadoras que desde el Atlántico irrumpían camino del poniente. Destruidos muchos pueblos, trasla- dadas las misiones hacia el oeste, arrastrados como rebaños los que antes fueron temibles combatientes, quedaron abandonadas mieses y vacadas. Más tarde, el extrañamiento de los fundadores y maestros pondría término a esa empresa que tendía a servir de puente por el que los guaraníes pasasen hacia las nuevas condiciones de existencia que impo- nía el advenimiento de la raza blanca en tierra de América, evitándoles la esclavitud y el látigo del encomendero.
Montoya, el apóstol de los guaraníes, fué también el maestro de los maestros ignacia- nos, uno de los creadores y el mayor reali- zador de la obra misionera. Al prologar su
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Catecismo, publicado, como el Arte y el Vocabulario, en Madrid, en 1640, demues- tra su amor a los guaraníes, sincero y per- manente: "La falsa opinión en que están los Indios de incapaces, ha dado fingida es- cusa de aventajarlos en la Doctrina Chris- tiana a los que por oficio tienen la obliga- ción de enseñársela, si bien la experiencia muestra lo contrario en los pueblos donde el zeloso cura cuidadoso de llenar su minis- terio se desvela en su enseñanca, con que se descubre la capacidad no mediana de los In- dios, de que somos testigos de los buenos lucimientos deste trabajo".
Expresa que había gastado treinta años en la enseñanza de la doctrina en lengua guaraní y que su intento al publicar ese ca- tecismo era dar materia de cosas nuevas a los doctrineros, con el fin de que los neófi- tos fuesen doctos y comprendiesen mejor la santa religión.
El licenciado Gabriel de Peralta, canóni- go de la iglesia catedral de Buenos Aires y vicario general del obispado del Río de la Plata, al aprobar los manuscritos que lleva- ba Montoya para las prensas españolas, ad- virtió en ellos mucho provecho para los pre- dicadores del santo Evangelio, al haber saca-
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do a luz "lengua tan excelente, y que pare- cía imposible poderse reduzir a escritura".
Por la seriedad y la dedicación a los estu- dios lingüísticos y por el carácter monumen- tal de la obra publicada, el jesuíta Ruiz de Montoya puede parangonarse con el fran- ciscano Bernardino de Sahagún, el sabio in- vestigador de la religión de los aztecas. Sa- hagún escribió en náhuatl los doce libros de su Historia de las cosas de la Nueva Es- paña, a cuyo manuscrito dió término en 1569, y ya su interés por el idioma de los se- ñores de Tenochtitlán lo llevó a añadir a su bibliografía importantes trabajos lingüís- ticos, entre ellos: Colloquios y doctrina christiana con que los doze fray les de San Francisco enbiados por el Papa Adriano ses- to y por el Emperador Carlos quinto convir- tieron a los indios de la Nueva España, en lengua mexicana y española; Psalmodia Christiana; Exercicios quotidianos en len- gua mexicana y un Vocabulario trilingüe, castellano, latino y mexicano.
Mas no cede en nada la magnitud de la obra montoyana a la sahaguntina en lo que respecta a desentrañar los valores de un idioma y adaptar con acierto sus sonidos a signos que hagan posible su lectura. El je-
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suíta, al dirigir su Tesoro a los padres reli- giosos y clérigos, curas y predicadores del Evangelio en la provincia del Paraguay, re- fiere cómo junto al celo de la conversión na- ció en él la voluntad de conocer el idioma vernáculo, ya que no era posible persuadir de que se hiciese lo que no se sabía expresar.
Treinta años "rastreando lengua tan co- piosa y elegante —agregaba— que con razón puede competir con las de fama" le llevó dar fin a su intento, que resolvió en tres cuerpos; el primero era el Arte de la lengua guaraní, una excelente gramática, y un Vo- cabulario español-guaraní; al segundo titu- ló, Tesoro, "porque procuré vertirle — dice— con algo de su riqueza, que mi corto caudal ha podido sacar de su mineral rico"; el ter- cero era el Catecismo, que contiene admo- niciones, exhortaciones al penitente, ejerci- cios de devoción, una salutación y letanías de Nuestra Señora, bajo cuya augusta pro- tección puso toda su obra, la oración al santo rosario, las fiestas y ayunos de los indios, los nombres de parentesco, y un acto de con- trición.
En santidad, en devoción catequista y en la obra de redactar vocabularios y textos de doctrina, tuvo Montoya un precursor, el
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padre José de Anchieta, de la Compañía de Jesús, que durante toda la segunda mitad del siglo xvi deambuló entre fundaciones y prédicas por la costa del Brasil, dejando tras de sí una estela de milagros, redentora y fecunda. Pero los trabajos guaraníticos del taumaturgo del Guayrá adquirieron magni- tud y trascendencia insuperables. Y para honor de la tierra americana, Montoya era su hijo.
Todas han de ser alabanzas para su labor de lingüista o de misionero, pero es sensible la ausencia de interés por investigar los mi- tos de la gran familia, las creencias que ella abandonaba para abrazar la nueva fe. En su libro Conquista espiritual hecha por los re- ligiosos de la Compañía de Jesús en las pro- vincias del Paraguay, Paraná, Uruguay y Tape, en que refiere la obra evangelizadora y la creación de las misiones, y trata larga- mente de los guaraníes, sólo repite las ideas aceptadas por los primeros catequizadores cristianos acerca de Tupa y admite la pobre- za de los sueños creadores de la gran familia y su orfandad de entidades tutelares.
Lamentable es que un espíritu tan sobre- saliente como fué Montoya, dotado de am- plia capacidad y de afinado sentido de cap-
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tación, no hubiese emprendido el camino de Sahagún por el alma indígena. Quizá su dogmatismo y la urgencia de la catequesis, o el deseo de borrar para siempre los re- cuerdos míticos de los guaraníes, hizo que desdeñase ahondar en ellos. Desde este án- gulo, las obras de Andrés Thevet y de Ivés d'Evreux mantienen su elevado lugar en la crónica primera. No obstante, el profundo misticismo de los guaraníes, que facilitó su reducción bajo la cruz, y su temperamento supersticioso conmovieron sutilmente al mi- sionero, que intuyó, en los hechos sobrena- turales de que fué testigo, la presencia del demonio.
Bueno es aportar otros elementos de jui- cio: la disimilitud entre la civilización de México, puesta a ser comparada con la tu- piguaraní. Allí, en Tenochtitlán y muchas grandes ciudades, los templos antiguos es- taban en pie y su clero, rígidamente orga- nizado, conservaba aún el vasto acopio de mitos y leyendas. El complicado servicio de los númenes, las festividades religiosas, todo estaba establecido hasta en sus más ínfimos detalles. La materialización del sentido re- ligioso alcanzó en la Nueva España un dia- pasón incomparable.
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Donde los edificios y los templos pétreos imponían su majestad en el México autóc- tono, en tierra guaraní se levantaba la ma- loca con paredes de palma; allí, los sacerdo- tes cumplían mandatos lejanos con boato solemne; aquí, los hechiceros desnudos in- terpretaban las ansias de superación del pue- blo guerrero.
Dentro de la peculiar manera de vivir de los tupiguaraníes, nombre que involucra a toda la gran familia, libérrimos, sin admitir reyezuelos, en un clima favorable y con ali- mentos fáciles de ser procurados, donde la habitación se reducía a un cobijo protector contra la lluvia y los templos no existían, surge como consecuencia que las organiza- ciones sociales estrictas no tenían razón in- minente de ser. Sin embargo, una similitud indudable aparece entre tupiguaraníes, az- tecas o cuaquíutles, en cuanto al sentido místico de la vida, en diferentes estratos.
Lorenzo Hurtado de Mendoza, obispo electo de Río de Janeiro, que por encargo del Supremo Consejo leyó el Arte, Vocabu- lario, Tesoro y Catecismo de Montoya, al dar su aprobación a los mismos en Madrid, reconoció el grande y apostólico celo del sol- dado de san Ignacio que sacó tan óptimos
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frutos de la conversión de aquellos gentiles, único interés y riqueza que de esas naciones podían esperarse, por ser tan pobres y dis- tintas de las del Perú y otras partes del con- tinente nuevo.
Tuvo Montoya perfiles morales semejan- tes a los del padre Las Casas, en su vehe- mencia y tenacidad en proteger a los indios. No le amilanaron las fuerzas que se mueven poderosas, guiadas por el interés; enfrentó a los encomenderos, al gobernador Luis de Céspedes, que tenía connivencias con los esclavizadores, a los portugueses, a los ma- melucos, y se trasladó a la metrópoli a cla- mar por el auxilio que evitase la destrucción de la obra misionera.
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II
Los anuncios mananos. Ingreso en la Compañía Je «J esus. La ordenación
Fue el 13 de junio de 1585, en la Ciudad de los Reyes, donde acaeció el alum- bramiento carnal de Antonio Ruiz de Mon- toya. Persona principal en virtud de su li- naje, su padre Cristóbal Ruiz de Montoya, andaluz, había obtenido de la protección del virrey conde del Villar, mercedes y car- gos. Su matrimonio con una dama de pa- recida jerarquía en la sociedad virreinal, y el advenimiento de ese hijo, le movieron a radicarse en Indias. Mas la muerte prema- tura de su compañera le entristeció el pai- saje limeño y su propio corazón. Lo sedujo el recuerdo de Sevilla y de sus años mozos, y partió hacia allá, junto con Antonio, por la ruta marina a Panamá.
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La peste que hervía en ese puerto irrum- pió en el cuerpo del niño, que sobrellevó el embate de la fiebre en forma milagrosa. Hubo de deshacerse el camino andado. En Lima, con el cielo de Andalucía en la men- te, Cristóbal tuvo que morir, apenado, no sólo por sus sueños y su vida truncados, sino por su hijo, de ocho años, que estaría solo en la ciudad de los conquistadores. Dispuso que el tutor que le dejaba lo hiciese educar en el seminario de San Martín y luego lo enviase a España, donde seguiría la orien- tación a que se sintiese impulsado.
El principal albacea atendió, en preferen- te lugar, sus propios intereses, y Antonio, huérfano de todo, debió resolver por sí, fren- te a situaciones difíciles para sus cortos años. En medio de su desorientación, pero sin- tiendo en el arcano de su alma una corrien- te mística, aceptó de buen grado la palabra admonitora de un padre ignaciano e ingresó en el colegio de la Compañía de Jesús.
Describió más tarde los días de exaltación y angustia en que le fué revelada la divini- dad. Tenía nueve años; su soledad y su pena afinaban la sensibilidad extraordinaria de sus nervios. Rezaba entre sollozos; con pe- sadas piedras se golpeaba el pecho y se azo-
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taba con áspera cuerda, mientras la noche transcurría y sólo brillaba ante el futuro apóstol un Jesucristo que había modelado en cera y que la vacilante luz de una lám- para hacía emerger de las sombras.
Mas su personalidad, poderosa y agitada por esas energías múltiples que orientadas más adelante hacia un fin, al servicio de una gran empresa, la convertirían en una fuerza dominante, invencible, le hizo repudiar las aulas jesuíticas, porque entendió que su maestro se había mostrado injusto al casti- garlo porque faltó una vez al estudio, cuan- do en la balanza pesaba a favor del alumno una larga puntualidad. Es indudable que los predestinados son seres de excepción, no individuos adocenados que siguen con doci- lidad las normas que se les impone, y que luego en la vida caminan sin empuje, como impelidos por otras voluntades, por sobre un arco que los lleva hacia el vacío.
De fibra de los conquistadores tenía he- chos los músculos y como un río subyacen- te, un incurable misticismo alentaba en su alma. La carne estaba también presente, con sus belfos de fiebre, obedeciendo a las le- yes supremas de la vida, inacallablemente. Y así, por la magnífica ciudad se jugó al
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acero filoso de una espada, en un desen- ganche o un arresto, la riqueza de su ado- lescencia; buscó el amor con ahinco, dió espacios a las ansias que mandaban en él, incontraladas. El huir de las rondas por las callejas sombrías de Lima, los alardes de heroísmo inútil lo fatigaron. Anunciábase en él la intuición de un destino más noble.
Quizá lo que aguardaba era la prosecu- ción de la epopeya de España en la tierra india, ilustrada por el áureo Tahuantinsu- yo vencido por un puñado de caballeros, por la Bogotá riquísima, por el imperio de Moc- tezuma, por el anchuroso Plata. Se aprestó, junto con otros jóvenes de familias princi- pales, a partir hacia Chile, donde la lucha contra los araucanos ofrecía gloria. Pero hu- bo de desistir, con envidia por los apuestos compañeros que marchaban en sus corceles de guerra, pues la razón le hizo ver que su heredad quedaría abandonada, o quizá esa clase de hazañas no logró persuadirle; su personalidad se aceraba y definía; sólo le faltaba encontrar su auténtica misión.
Volvióle el recuerdo de los deseos pater- nos: el uno, que acudiese al seminario de San Martín; el segundo, que se trasladase a la península ibérica. En lo primero pensa-
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ba a menudo; pero sus años, desgastados con tanta disipación, le hacían creer que sus puertas ya estaban aherrojadas para él. Se inclinó hacia la única alternativa, y alistado ya para abordar alguno de los galeones de la vía del Callao a Panamá, experimentó la ur- gencia de confesarse. La muerte velaba en el mar. El primer sacerdote al que acudió no se mostró dispuesto a absolverlo, hasta que estuviese preparado para recibir la gracia del sacramento de la Eucaristía.
Algo lo guiaba hacia la Compañía de Je- sús. Allí se preparó para una confesión ge- neral, con que purificar su alma, lograr la paz. El padre Gonzalo Suárez pareció reco- nocer en él a un elegido. Lo observaba en la penitencia, donde se disciplinaba con fer- vor, el rostro transmutado por la voluntad de perfeccionarse o por el éxtasis.
Relata el padre Francisco Jarque, de la Compañía, el biógrafo apasionado del após- tol, que en uno de esos días de preparación espiritual tuvo éste comunicación con la Madre de Dios. Rezaba Antonio Ruiz el ro- sario en la capilla de la Purísima Concep- ción, del Convento de San Francisco, y hubo de hacerlo por los dedos, por haberlo olvi- dado. Al concluir pidió excusas por esto a
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la Virgen y oyó entonces la voz de María: "No tengas pena, que yo te daré rosario".
Horas después, el padre Gonzalo, son- riendo con una beatitud distinta de la acos- tumbrada, le hizo el presente milagroso de un rosario. A la Santísima Virgen recurrió Montoya desde esos momentos en procura de amparo contra las debilidades humanas, que aun en contexturas morales de titán co- mo la suya, reconstruyen sus células con in- sistencia de termitas.
El seminario de San Martín, de los padres ignacianos, lo atrajo con evidentes anuncios de lo oculto. La aplicación de los Ejercicios del santo de Loyola le fué dura, ya que la atención en las preces se le aflojaba en la tormentosa máquina de sus pensamientos. Para él, hombre de acción, la quietud, el dominio total de los nervios, el sosiego de la imaginación, el relajamiento mismo de los músculos era un tormento. Mas la sereni- dad fué triunfando en él, se fortaleció su voluntad, a la que concurrieron, ordenadas hacia un fin, todas las fuerzas inmanentes de su ser, proyectadas como un ariete.
Hizo su entrada en el noviciado de la Compañía de Jesús en 1606, y al poco es- pacio de tiempo se encontró dentro del am-
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plio camino de la Orden, en la ruta de sus grandes destinos.
En Lima se gestaba una empresa de pro- porciones tan vastas, que las voluntades más ambiciosas no alcanzaban a chocar con sus fronteras. Allí, el padre Diego de Torres Bollo, de regreso de la Ciudad Eterna, era portador y ejecutor del decreto del padre general Claudio Acquaviva, creador de la Provincia jesuítica del Paraguay, que invo- lucraba al Río de la Plata, al Tucumán, a Chile, a parte del Alto Perú, al Guayrá.
Primer provincial y portaestandarte de ta- maña cruzada, el padre Torres se afanaba en la Ciudad de los Reyes en reunir los escogidos soldados de Cristo que habían de acompañarle, en trazar los planes de ese in- tento en el que preveía tanta gloria para su obra fundacional, para la conversión de los gentiles o aun para el martirio. Todos les estaba reservado en los obscuros designios superiores, pero en medida mayor a lo pre- sentido.
La sujeción por las artes de la doctrina, de nutridos núcleos indígenas, particular- mente en las cuencas de los ríos Paraguay, Alto Paraná y Uruguay, tenía ya edificantes
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ejemplos. En 1588 habían llegado a la ciu- dad de la Asunción los padres ignacianos Juan Saloni, Manuel de Ortega y Tomás Filds. Recorrieron el verde Guayrá, predi- cando y convirtiendo a los tupiguaraníes, auxiliando espiritualmente a los escasos ve- cinos de Ciudad Real y de Villa Rica del Espíritu Santo. Debieron socorrer a los in- dios que una terrible peste destruía.
Pero este ensayo jesuítico no tuvo otro resultado que servir de experiencia a la em- presa de gran aliento de Diego de Torres.
A Antonio Ruiz, el vehemente deseo de formar entre los soldados de la fe que se- guirían al provincial le torturaba la quie- tud de ánimo a que estaba obligado, y el si- lencio le era más pesado que las piedras que cargaba para la construcción del colegio, y elegía siempre las de mayor volumen así como disputaba las mortificaciones y las ta- reas más rudas de la comunidad.
Al cabo de un novenario en que suplicó a la Reina de los Cielos, se le apareció ésta, acompañada por san Ignacio y san Francis- co Javier, y el novicio escuchó las palabras: "No tengas pena, que irás".
A pesar de llevar pocos meses de novicia- do, su viaje fué dispuesto. Quisieron los su-
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periores probarlo aún. Le insinuaron que donde iba a vivir, entre salvajes, aparte de los muchos e indudables peligros que lo ase- diarían, la falta de maestros y de libros le troncharía el estudio; si renunciaba al tra- yecto completaría su preparación en su ciu- dad natal, y si el Señor lo llamaba para sal- var almas, otros pueblos, no tan lejanos, esperaban esa gracia.
Mas los padres, que conocían el temple del novicio, sabían su respuesta. No iba al Paraguay a descansar ni estudiar sino a cum- plir la voluntad de Dios: "Voy a morir tra- bajando o a derramar la sangre por la fe y por su amor; si este fin consigo, aunque no estudie más de lo poco que sé me tendré por muy dichoso, y daré por muy bien em- pleadas las fatigas del viaje".
Tendiéronse los paños de la nave en que partía, después de tantos intentos frustra- dos, Antonio Ruiz. A él y a otros dos novi- cios guiaba el padre Juan Ponte. Del Callao a Chile fué el mar; luego, los abruptos senderos de la cordillera andina. El largo camino los llevó, en 1607, hasta Córdoba del Tucumán.
Residencia del provincial de la nueva ju- risdicción religiosa, Córdoba del Tucumán
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tuvo también su noviciado y colegio jesuí- tico. Sólo setenta y cuatro años llevaba la ciudad desde que Jerónimo Luis de Cabre- ra la estableciera, y ya se advertía en ella los signos de su prosperidad material y los ma- yores en el orden de la cultura. La Compa- ñía tendría el mérito de fundar allí la pri- mera universidad de la Provincia jesuítica del Paraguay, en 1613, y la segunda en Amé- rica austral, después de la primogénita e ilustre de Lima.
Antonio Ruiz hizo sus votos en 1608, y tuvo la honra de recibir las Ordenes del obispo Fernando de Trejo y Sanabria, el de- fensor de los indios, que se las confirió en Santiago del Estero.
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énesis de las misiones
En la ciudad cuyos cimientos cavó Juan de Salazar de Espinosa en el espacio ofrecido por los emplumados guerreros gua- raníes, aliados y salvadores de la conquista blanca que ascendió por el gran río hacia la Sierra de la Plata, el padre Antonio Ruiz se acercó al altar del Altísimo. Ya estaba en los umbrales de su sino. En esa ciudad que nació el 15 de agosto de 1537, día de la ele- vación de la Virgen a su morada celeste, y lleva en recuerdo de ese fasto el nombre de Nuestra Señora de la Asunción, consagró el pan y el vino en el cuerpo y la sangre del Hijo de Dios.
La cordialidad guaraní, su alianza militar habían cortado el hambre de los conquista-
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dores y facilitado el empuje hasta los um- brales del imperio del Rey Blanco, que sólo era el miraje y el mito del áureo Tahuantin- suyo. La casa fuerte de la Asunción fué el cuartel, granero y base de operaciones de las entradas en procura de las minas ricas. Los autóctonos, en gesto cordial de huéspedes generosos, ofrecieron sus hijas a los aliados blancos para labrar la tierra y servirlos. Fue- ron naciendo hijos, en fusión promisoria de sangres. Ya en patriarcal convivencia y pa- rentesco, los indios prestaron ayuda a sus deudos.
Más tarde, cuando las expediciones caye- ron de rodillas, exhaustas y vencidas, los es- pañoles volvieron con las manos vacías del oro deseado. Frente a la tierra henchida de savias del Paraguay, comprendieron que ella también podía rendirles riquezas.
El aliado guaraní no tenía ya sentido co- mo auxiliar militar. Lo despojaron de su corona de plumas, de su arco policromo, de su tacapé, su maza guerrera, lo rebajaron al rango humillante de sirviente, le quebra- ron la gallardía y le agostaron la vida sobre la gleba, en los derribos, la zafra, el benefi- cio de la yerba. Fueron repartidos entre las manos insaciables de los encomenderos, a
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quienes urgía reponer a los que habían caí- do en los surcos o las plantaciones o en las marchas extenuantes bajo las cargas.
La corona de España fué solícita en tra- tar de encauzar en armoniosa y útil manera el gobierno de sus nuevos gigantescos domi- nios. Los propios reyes, bajo cuyo signo par- tieron las armadas descubridoras y se alzó el brazo de acero de la conquista, establecie- ron que los indígenas eran hombres libres. El Consejo de Indias, que atento a elevados principios de derecho legislaba con pruden- cia y sabiduría, inspirábase también en los paternales sentimientos de los monarcas. Las Leyes de Indias, fruto de la experiencia cru- da, fueron señalando las normas de convi- vencia entre vencedores y vencidos.
Toda conquista armada es cruenta; siem- bra la destrucción, la muerte y el rencor. La española, sin carecer de esas característi- cas comunes, fué excepcional en el concepto de asimilar a los naturales al nuevo mundo que se creaba. Pero en la práctica, las irra- diaciones del oro, el lograr un premio a las zozobras y padecimientos de las largas nave- gaciones, de las marchas forzadas, del ham- bre, de la lucha irritante contra los dueños de la tierra y sus dardos agudos, impelieron
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a los aventureros a entrelazar metales y ri- quezas en sus guirnaldas de laureles.
En el suelo de América, indios y españo- les habían de vivir forzosamente juntos. La espada ensangrentada de éstos pesaba abru- madora en la balanza de la justicia. En esas regiones, aisladas de la metrópoli por largos espacios, en que sólo la voz de unos era es- cuchada, las admoniciones del lejano Con- sejo llegaban como un eco.
Establecióse que los pueblos vencidos ha- bían de adoptar las modalidades civilizadas de los europeos, no solamente la religión cristiana, sino el trabajo sobre el cual se edi- ficaría el progreso y bienestar comunes. A su vez. los indios repartidos en encomiendas es- taban obligados a satisfacer un tributo a sus amos por un valor fijado en frutos de su labor. Sólo debían tributar los varones entre los dieciocho y cincuenta años, y en la tasa iba incluido el sínodo o quinto para subve- nir a los gastos de la doctrina y a la protec- ción de los indios a que el encomendero se comprometía.
Mas los dueños de plantaciones, de alque- rías, con excusa de la desidia del autóctono que no producía para su propio sustento y pago del tributo, optaban por el servicio
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personal hasta un límite que arbitrariamen- te juzgaba el encomendero. El vasallaje del indio aherrojado y burlado por el tributo que las Leyes de Indias autorizaban, se con- fundía muchas veces con la más sórdida es- clavitud.
Pero aun en las circunstancias más aleja- das en el tiempo y en las rutas de la metró- poli, o ante los hechos más carentes de sen- tido humanitario, alzóse temprana, o bien tarde para el remedio, la protesta de quie- nes entendían el mandato cristiano de los reyes. Entre ellos se situaron los misioneros y un número crecido de hombres de gobier- no, para quienes la incorporación de los indios a la vida de la comunidad era una fuente de bienestar más preciada que su destrucción, con el solo fin de obtener arro- bas de yerba, de tabaco o algodón.
En el Paraguay, el asunceño Hernando Arias de Saavedra, hijo de la tierra india, encaró con amor la tarea fundacional y de gobierno, a las que su jerarquía moral lo condujo. La condición de los guaraníes le absorbió muchas de sus horas de jefe y de patriarca, buscó su pacificación, su ordena- miento en reducciones que lo salvasen de la persecución, del trabajo esclavizado; pensó
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y actuó en favor de su elevación social y espiritual.
Particularmente en su segundo período de gobierno, Hernandarias interesó a la co- rona para que proveyese en mayor medida a la conversión de los gentiles, de tan exten- sas muchedumbres que habitaban entre las frondas de ese edén.
El Paraguay, junto a sus ríos, vivía casi aislado de la península y del Virreinato del Perú. Reunía a una comunidad paupérri- ma, mezcla de españoles, criollos y mestizos, evolución de las entrecruzadas corrientes conquistadoras y colonizadoras. Círculos de guaraníes sujetos a servidumbre rodeaban los pequeños conglomerados blancos, y más allá los bosques y las malocas en sucesión intérmina.
Las exhortaciones del admirable Hernan- darias ayudaron al envío de mayor número de religiosos y a la creación de la nueva Provincia jesuítica, cuya existencia se inició en 1607. El ilustre asunceño escribía al rey que los españoles carecían de fuerza para poder conquistar y sujetar a los guaraníes. A esto el monarca respondió que aunque existiesen los medios naturales para hacer-
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lo, sólo debería atenderse a la conquista pol- las artes evangélicas.
Durante el último año de su segundo go- bierno, 1609, obtuvo Hernandarias, promo- tor de la colonización jesuítica, que el pro- vincial Diego de Torres dispusiese la inicia- ción de las fundaciones misioneras.
El 29 de diciembre de ese año, los padres Lorenzana y San Martín dieron principio a la reducción que fué puesta bajo la advo- cación del creador de la Orden, san Igna- cio, esbozo avanzado de lo que más tarde serían las misiones. Esta primera comunidad fué situada en las fuentes del Tebicuary, que corre hacia el Paraguay.
A los padres italianos José Cataldino y Simón Masseta correspondióles el amplio teatro del Guayrá, territorio que desde la margen oriental del Paraná se perdía en la fluctuante línea trazada en Tordesillas, y desde el río Iguazú se desarrollaba camino del septentrión hasta el río Añambí.
En esta región, que servía de tránsito a los que viajaban a la costa atlántica, y por donde Alejo García descubrió el Paraguay y Cabeza de Vaca arribó a su adelantamien- to, Ruy Díaz Melgarejo había establecido, en 1557, entre las selvas apretadas sobre los
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espejos del Paraná, los rústicos ranchos en torno a la picota de Ciudad Real. Trece años más tarde, el mismo constructor fundó Villa Rica del Espíritu Santo, casar titulado de ciudad, más adentro aún, como estirando el brazo de la Asunción hacia el mar.
Domeñadas las fiebres que inmovilizaron con sus lazos rojos a los jesuítas Cataldino y Masseta, vencidas las objeciones de los prin- cipales guaraníes, reunieron a orillas del ancho Paranapanema y de su afluente el Pirapó cerca de cinco mil familias, en dos reducciones: Nuestra Señora de Loreto y una nueva San Ignacio. Esta fué identifica- da con el calificativo de miní, menor, dife- renciándola así de la primigenia San Igna- cio, titulada de guazú, mayor.
A ese crisol donde se fundían los elemen- tos que habían de constituir el trazado ma- terial y espiritual de las doctrinas guaraníes, concurrió Antonio Ruiz de Montoya, con esa voluntad sin reposo, desbordada de ahin- co, inflexible, que junto con la fe en la grandeza de su misión describen su perso- nalidad.
Se estructuraba un pueblo de las doctri- nas sobre un trípode construido por la fa-
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milia, el trabajo y el municipio, regidos y armonizados por los principios supremos del cristianismo, y suj'eto a la autoridad civil.
Por vía de la religión que penetraba hon- damente en el ánimo de los guaraníes, lo- gróse, aunque con resistencias y trastornos, la familia monogámica de cuño cristiano.
Constituían las antiguas aldehuelas gua- raníes, unas pocas largas chozas sin separa- ción interior, albergue de hasta doscientas personas. Reunir a varias aldeas con el ob- jeto de crear pueblos en que varios miles de indígenas estuviesen sujetos a un ordena- miento político y económico distinto, era sin duda una lucha en que el magnetismo del predicador, más que su razonamiento, debía imponerse.
Los principales de cada aldea no estaban fácilmente dispuestos a perder su lugar ex- pectante y aceptar sobre sí otra autoridad superior, excepto la de los padres; pero ésta, aunque temporal en el fondo, estaba en- vuelta en un halo místico. Suplía el pai a los grandes hechiceros, cuya influencia en las decisiones del consejo, el carbé, era difícil de eludir.
Mas los jesuítas, apoyándose en las dispo- siciones de Carlos V y de la Recopilación
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de Indias, favorables a respetar las prerro- gativas de los caciques indios, con el fin de mantener, por el halago de pocos la obedien- cia de muchos, aplicaron en las reducciones el sistema del acatamiento a la dignidad de los tubichá. Estaban exentos del pago de tri- buto, disponían de terrenos donde las fami- lias de su antigua aldea trabajaban en par- celas señaladas por ellos y vigilaban las tareas agrícolas. Entre los tubichá se designaba a los individuos del cabildo.
Las Ordenanzas del oidor de la Au- diencia de la Plata, licenciado Francisco de Alfaro, que visitó por mandato real las pro- vincias del Río de la Plata y Paraguay con el objeto de proponer medidas que remedia- sen los agravios, vejaciones y opresiones que recibían los naturales, como declara la Real Cédula dada por el monarca el 10 de octu- bre de 1605, suprimieron las encomiendas de indios de servicio personal, prevalecien- do sólo el tributo; mas la forma de perci- birlo dió espacio a renovados abusos, pues los indios que no querían sufragar la tasa debían servir a los encomenderos durante treinta días. Declaraban las Ordenanzas, en otros nobles designios, la voluntad de la co- rona de que no hubiese indios esclavos.
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En cuanto al gobierno de las reducciones, estaría a cargo de autoridades indias, dis- puestas en ayuntamientos a imagen de la institución española.
En un principio, la organización política y social de las misiones estuvo en una etapa experimental. Luego, en virtud de las Or- denanzas, que si bien conocidas desde fines de 1611 recibieron la confirmación defini- tiva siete años más tarde, fueron establecidos los cabildos autónomos.
Desde luego, la autoridad espiritual del jesuíta intervenía en la constitución de los cabildos, que requerían luego el visto bue- no oficial de las autoridades de la gober- nación.
El régimen económico de las doctrinas guaraníes fué, sin duda, el resorte que per- mitió su creación, permanencia y prosperi- dad, y que arraigó a núcleos de la gran fa- milia en un ensayo de vida ciudadana con gobierno autónomo. En la dualidad del abambaé, cosa perteneciente al hombre, y, del Tupámbaé, cosa perteneciente a Dios, residía la equilibrada bondad del sistema.
Cada principal disponía de la tierra la- brantía que las familias a su cargo y la suya propia necesitaban para sembrar y cosechar
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el maíz, la mandioca y la batata con que sus- tentarse todo el año. El jefe de familia es- taba obligado a producir los granos y tu- bérculos suficientes, pues su imprevisión le convertía en una rémora de la comunidad. El producto del trabajo de una familia era de su exclusiva propiedad; algunas cultiva- ban, además, caña de azúcar y tabaco. Los frutos excedentes podían ser comercializa- dos. Inquietud por la posesión particular de tierras no existía, ya que el suelo era infi- nitamente amplio. Como en el tiempo de su libertad, los guaraníes valoraban los pro- ductos, no la tierra.
Los bienes muebles, redes, utensilios, pie- zas de alfarería, correspondían a la propie- dad privada, además de los frutos que cada uno cosechaba. Pero las casas del pueblo, edificadas con el trabajo de todos, eran usa- das cada una a perpetuidad por cada fami- lia; aunque pertenecían a la comunidad, al Tupdmbaé.
Todas las construcciones del pueblo, des- de la iglesia, que era su centro, las casas del cabildo, las oficinas públicas, .el almacén donde se depositaban los sacos con las co- sechas de las familias y el que guardaba los frutos de la comunidad, el colegio, las casas
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de los padres, el asilo, el hospital, el cemen- terio, eran del Tupambaé. Y también el campo común, con sus sementeras y reba- ños, los algodonales, en que la colaboración de todas las personas hábiles era exigida. Por lo general trabajaban en ellos dos días por semana. Esto bastaba para que los al- macenes se colmasen de bienes comunes con que socorrer a los desvalidos, sostener el culto y la enseñanza, construir edificios, pa- gar el tributo y subvenir a las necesidades de las familias que veían exhaustas sus pro- visiones.
Con los bienes del Tupambaé se equipa- ban y mantenían las expediciones a los yer- bales, que en canoas o carretas y por espacio de varios meses ocupaban a un centenar o más de guaraníes por pueblo. La yerba era la especie más cotizada para el pago del tri- buto del rey.
Las artes mecánicas y . el comercio com- pletaban el régimen económico de las doc- trinas. Proveer a la comunidad de objetos manufacturados constituyó la segunda pre- ocupación de los jesuítas, y notables fueron los resultados que de la habilidad manual de los guaraníes se obtuvieron. En ningún oficio dejaron de sorprender a sus maestros
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los padres, por la rapidez con que los domi- naban y la perfección del acabado.
Los obreros y artesanos trabajaban para el Tupámbaé, mediante la adecuada retri- bución en especies; y la administración de la doctrina los repartía por igual procedi- miento, entre los miembros de la comuni- dad, o reservaba el excedente para ser co- mercializado, intercambiado con productos de otras misiones o de las ciudades de blancos.
Aparte de la tahona y panadería, de la carpintería, la herrería, la oficina de tejedo- res, de fabricación de tejas, los albañiles, los alfareros, curtidores y rosarieros, necesarios a cada comunidad, en algunas se sumaban los carreteros, canoeros, barrileros, torneros, plateros. Y más tarde, cuando el prosperar de las misiones lo permitió, desarrollóse una noble emulación en que lució el pincel de retablistas y pintores, la maestría de fabri- cantes de instrumentos musicales, de dora- dores, de toda la artesanía que adornó los templos, y los imagineros que poblaron sus altares. Los tipos de imprenta y las prensas dieron el toque final a la gran obra cultural misionera, y la ennoblecieron.
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Los yerbatales Je M.aracayii
v
Año y medio había transcurrido desde la partida de los padres Cataldino y Mas- seta, cuando el provincial Diego de Torres encomendó al padre Antonio Ruiz que se les uniera en aquella misión redentora. El apóstol se adelantó por los caminos cerrados de breñas, por los ríos intérminos, bajo los soles candentes y el aire de fragua, martiri- zado por los insectos, sin sentir molestias fí- sicas ni fatigas ni hambres, porque la creen- cia fervorosa en su misión avasallaba las sensaciones de su cuerpo.
Antonio de Moranta, sacerdote jesuíta que lo acompañaba, templado también en los ejercicios y lleno de fe, no pudo sopor- tar las distancias. El puñado de maíz que
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comían, por faltarles otras provisiones y ser el despoblado demasiado extenso, le causó una enfermedad que lo invalidó para ir más allá. Del puerto de Maracayá debió tornar, derrotado.
Más angustioso que la debilidad humana de su compañero fué a Montoya enfrentar- se con la realidad, dolorosa como el látigo implacable de los capataces, del trato cruel que se imponía a los guaraníes en los yerba- tales de Maracayú.
La vida de los braceros ardía en el traba- jo ininterrumpido de cortar los gajos, po- nerlos en zarzos, tostarlos a fuego lento, mo- ler luego las hojas y almacenarlas en chozas que ellos debían construir. La pobre comi- da, el ningún descanso y el látigo quebranta- ban los organismos de los obreros. Por sobre todo, el transporte de los sacos de yerba que se incrustaban en los hombros degradados de los antiguos guerreros, era motivo de aflicción para Montoya, y comprobó que la carga era a veces más pesada que el porta- dor, que debía soportarla sobre caminos de muchas leguas.
Años después, cuando recogió en su Con- quista espiritual, con vivida palabra, el iti- nerario de su asombrosa empresa, tenía aún
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presentes las escenas indignantes de los yer- batales de Maracayá: "Tiene la labor de aquesta yerba consumidos muchos millares de indios; testigo soy de haber visto por aquellos montes osarios bien grandes de in- dios, que lastima la vista el verlos, y quiebra el corazón ..."
"¡Cuántos se han quedado muertos re- costados sobre sus cargas. . . I" Montoya pro- siguió la ruta de su destino comprobando cuánto debía ser reparado. La realidad no logró quebrantarlo. Bien al contrario, le entesó sus músculos de luchador. Allí, en Maracayá, el visitador Alfaro había dispues- to que no se forzase a los guaraníes en el be- neficio de la yerba, y que no trabajasen en él desde diciembre a marzo, por lo malsano de la estación. Esto fué escuchado, pero no cumplido, y los encomenderos siguieron ha- ciendo crujir las osamentas de los indios hasta diez meses o más, sin pagarles.
Por el Paraná arriba y el Paranapanema, "río desdichado y sin ventura", alcanzó Montoya la reducción de Nuestra Señora de Loreto, vecina del angosto Pirapó, donde los padres Cataldino y Masseta trabajaban,
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con mucha perseverancia, en el ordenamien- to de esa misión y la de San Ignacio Miní. En aquélla, una humilde iglesia de palmas se enjoyaba con el don prodigioso de una reliquia de la Santa Casa de Loreto, cedida por el provincial Diego de Torres a los fun- dadores de esa doctrina, que pusieron bajo la tutela de la Santísima Virgen, con tal ad- vocación.
Cumplía Diego de Torres la promesa de extender en las tierras nuevas de Indias la veneración de la Madona de Loreto, formu- lada en el peregrinaje que lo llevó a pros- ternarse ante los muros de la casa de Na- zareth en que María recibió al divino emi- sario de la Anunciación. Alas de ángeles, en vuelo taumatúrgico, transportaron la Santa Casa, sobre mares y montañas, hasta la co- lina cercana del Adriático en que se elevaba su augusto santuario.
En viaje al Paraguay, detúvose el provin- cial en Santiago de Chile, y en la iglesia del Colegio jesuíta elevó un altar en reverencia de la Señora de su devoción. La primera de las reducciones creadas en el Guayrá fué dedicada por él, con misteriosa intuición, al culto de la Santa Casa en que el Verbo eter- no se hizo carne.
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Para los guaraníes, la leyenda cristiana del vuelo sobrenatural de la casa de Naza- reth era comprensible. En distintos sectores de su mundo, memorábanse los mitos que hablaban de traslaciones mágicas.
Sabían los tembés, por tradición, que un hechicero transformado en buitre elevó a las alturas, en sus garras, la maloca en que sus amiaros bailaban, salvándolos de ser en- gullidos por las aguas del diluvio. Estaba en la voluntad del Tamoi, el Antecesor, de los guarayúes, el llevar a su morada de paz, si- tuada en el lugar donde el sol declina, a los hombres que, asediados por circunstancias trágicas, invocaban su protección, danzan- do en rondas místicas dentro de las casas de baile, las que podían ser desgajadas del sue- lo y vencer el espacio en vuelo sorprendente.
La ascensión de la casa de baile del paí guazú Guiraypoti cruza por los relatos de los apapocuvas, envuelta en un soplo milagro- so que la condujo a la tierra sin mal, los prados edénicos ignorados por la muerte y el dolor.
Antonio Ruiz halló pobrísimos a los mi- sioneros, con los vestidos hechos más de re- miendos que de la tela original, viviendo de la limosna de los indios.
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El apóstol de los guaraníes se sintió re- confortado y lleno de alegría, porque ese era el ancho camino que había soñado. Ya ni el mar verde, encrespado, de los bosques, ni la que aparecía como tarea insuperable de con- vertir a las aldeas innúmeras, de vencer a los hechiceros hostiles o a la avidez de los blancos podían significar obstáculo para quienes poseían la incontrastable fuerza de la humildad, de la bondad, para quienes ha- bían hecho renunciamiento de los benefi- cios y de las riquezas.
Comprendió Montoya que el triunfo es- taba reservado a la Compañía, y desde ese instante, ratificado en sus íntimas creencias y predispuesto hasta para la muerte bien- aventurada en el martirio, comenzó su ac- ción. El y su destino estaban en marcha.
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V
La catequesis en las primeras reducciones del Guayrá
De Nuestra Señora de Loreto y de San Ignacio Miní, irradiaría sobre las al- mas el verbo de Nuestro Señor y su inaca- llable mensaje de paz y de esperanza. La gran familia lo escuchó siempre con sub- consciente predisposición. Las dos primeras reducciones del Guayrá debían constituirse en las torres de sólidos sillares de la conquis- ta espiritual. Sólo cuatro soldados de la fe luchaban en ese frente; no obstante, pronto organizaron otros dos pueblos como colonias dependientes de aquéllas. Preciso era sobre- pasar en prestigio a los grandes hechiceros, afirmar en cada ocasión la majestad del nue- vo credo.
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En visitar a los enfermos, en llevar los au- xilios espirituales a los moribundos, en doc- trinar, bautizar en ocasiones a varios cientos de neófitos, diariamente, en las caminatas incesantes en ese clima agotador, en déficit de alimentos, las jornadas de los misioneros se gastaban y también sus energías. El padre Martín Urtazun, que sustituyó al compa- ñero de Antonio Ruiz, rico mayorazgo que había entregado sus días a la conquista del oro de las almas, murió de fatiga y de hambre.
Renunciar a sus ritos antiguos, a las fies- tas de la renovación y la venganza, a sus costumbres, a su libertad, para someterse al orden que imponían esos tres abaré, sa- cerdotes, desarmados pero inflexibles, no habría sido tarea realizable sin el tempera- mento místico de los guaraníes, que reco- nocieron en su prédica la voz de Dios.
Mas los payé, los hechiceros, veían el de- clive de su poderío. Unos rehusaban abju- rar de sus creencias, descender del prestigio trabajosamente adquirido con el buen éxito de sus curas, el acierto de sus profecías; otros aceptaban la religión de los extranjeros con marcado fervor. Muchos fueron sinceros al reconocer el poder que les prestaban los es-
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Adaptado de P. HERNANDEZ
Organización Social de las Doctrinas guaraníes de la Compañía de Jesik
píritus amigos y estuvieron convencidos de la taumaturgia que rodeaba sus curaciones y oráculos. Los sacerdotes católicos no du- daron, en diversas ocasiones, de la realidad de esas hechicerías y así lo escribieron, atri- buyendo todo a la intervención satánica.
Los hechiceros, mirados con veneración por los indígenas, en virtud de su magismo y de su ciencia esotérica, conocían ritos es- peciales para obtener la máxima fructifica- ción de la mandioca, del maíz, del algodón, del tabaco, de las legumbres. Presagios y adivinaciones, conjuros y exorcismos esta- ban en su mente y en su mano.
Ahuyentar los genios maléficos, calmar el dolor, librar de la enfermedad, eran diade- mas superpuestas a su corona de plumas. Presidían también las ceremonias del com- plejo ritual que acompañaba las etapas trascendentales de la vida, pues el misticis- mo de la gran familia invadía todas las esferas de su pensamiento y actividad. Los tatuajes, adornos y afeites no respondían a una moda, sino que estaban prescriptos por la tradición y poseían simbolismo y valor místicos.
Ancianos, jefes y guerreros rodeaban a los magos con gestos reverentes, pues ellos sa-
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bían cuándo la hora de partir hacia el com- bate era propicia. La malquerencia de estos seres elegidos tenía el poder de concitar la enfermedad y aun la muerte. El don de las transformaciones les era atribuido, y así, oculta su personalidad tras la apariencia de fieras, reptiles o pájaros, sorprendían a sus víctimas en los meandros del bosque y las destruían.
Suertes supersticiosas, magias perversas, maleficios eran urdidos con el tenebroso concurso del ñacurutú, del caburé, del ibiyaú, de otras aves crepusculares, de las necrófilas, como el urubú, y de diversas sierpes.
Pero lo más portentoso de sus facultades extrahumanas residía en el trato con los es- píritus, que les daban la clave de los aconte- cimientos por venir.
Explica el padre Lozano, que el Angel Caído comunicaba a los magos indios secre- tos que al ser revelados hacían aparecer a éstos como auténticos profetas "sacando cier- tas sus aprehensiones vanas".
El poderoso tubichá y payé Taubicí, que percibía anuncios por medio de espíritus fa- miliares, cuando le era urgente obtener no- ticias de lo oculto entreabría las palmas del
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techo de su maloca y aguardaba el descenso de las voces esperadas. Sus augurios eran te- nidos por ciertos. Relata Antonio Ruiz que ". . .publicaba después muchas mentiras de cosas futuras, de que a veces se seguían efec- tos, sacándolos el demonio por sus conje- turas".
Inició Taubicí murmuraciones y obras contra los jesuítas. Pero éstas fueron dete- nidas en forma milagrosa.
Taubicí recibió en San Ignacio Miní el presente de algunas cañas de azúcar que le hizo un indio, y éste se excusó por la exi- güidad del obsequio dándole a entender que le habían robado la mayor parte de su cose- cha. El hechicero, aunque no pudo intuir quiénes eran los culpables, anunció que mo- rirían de la enfermedad de cámaras. Y así ocurrió.
El prestigio del hechicero constituía ya una amenaza para la misión. El día de Cor- pus Christi desoyó el apercibimiento del pa- dre Simón de que nadie partiese sin asistir antes a la fiesta, y salió con gran pompa ha- cia su pueblo, seguido por sus adictos. El padre le advirtió que por no honrar al Señor sería castigado allí a donde fuese. De unas canoas que acechaban a la entrada del pue-
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blo donde moraba Taubicí, partió la flecha que lo despojó de la vida. Un viejo agravio había sido satisfecho.
No solamente era severo el desafío con los payé; también la resistencia de algunos prin- cipales puso a los padres al filo del martirio. En los primeros tiempos de la catequesis y la empresa misionera a orillas del Parana- panema, Montoya y sus compañeros fueron enfrentados por una emergencia de tal gra- vedad, que debieron recurrir a la oración, "la cual es más poderosa que las armas", co- mo comprobó el apóstol.
El principal Miguel Artiguaye, ya bauti- zado y perteneciente a la doctrina de San Ignacio, se enemistó con los jesuítas, levantó en contra de ellos a la población, dando fin a sus arengas con esta frase: "Ya no se puede sufrir la libertad de éstos que en nuestras mismas tierras quieren reducirnos a vivir a su mal modo".
Artiguaye partió una alborada a parla- mentar con otro jefe, Roque Maracaná, sus- tentando el deliberado propósito de sacrificar a los sacerdotes blancos.
En su Conquista espiritual describe Mon- toya esos aprestos que aparentemente con- cluirían en el acto ritual: "Se oyó en todo el
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pueblo gran ruido y estruendo, apercibi- miento de guerra, atambores, flautas y otros instrumentos, juntáronse en la plaza del pueblo 300 soldados armados con rodelas, espadas, arcos y flechas muchas y muy visto- sas por estar todas muy pintadas de colores y adornadas de varia plumería; llevaban en las cabezas muy vistosas coronas de plumas; pero entre todos se esmeró el cacique Mi- guel, el cual se puso un rico vestido todo hecho de plumas de varios colores, entrete- jidas con muy lindo artificio; llevaba en la cabeza una corona de plumas, armado con una espada y rodela; iban a sus dos lados dos mocetones con un arco y un gran manojo de flechas cada uno para el mismo cacique, el cual capitaneando toda esa gente se fué a embarcar".
Los padres oraban, mientras tanto. Te- nían fe en la prédica realizada; sus fatigas no habían de esfumarse así, estérilmente. Hicieron una confesión general y esperaron, sin pretender huir, que significaba tanta pérdida como morir; pero sin la diadema luminosa de los mártires.
Ocurrió que Maracaná permaneció in- conmovible en la religión adoptada y en la conveniencia del orden jesuítico, que era
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también una rodela contra los encomende- ros, y que Miguel, sin sus galas guerreras, solo, apoyado en un báculo compañero en la ruta larga del retorno, golpeó a la puerta de los padres y reconoció su yerro.
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fl
Aiontoya desciende al Puerto de Santa jMaría de Buenos Aires
Aislados los jesuítas en el verdor de los bosques del Paranapanema, preocupa- ba a los superiores de la Compañía la mar- cha de tan importante y difícil empresa. Desde la Asunción, en 1620, el provincial del Paraguay, Pedro de Oñate, hizo llegar recado al padre Cataldino, superior de las nacientes doctrinas, pidiéndole que uno de los misioneros se le uniese, para informar.
Tocáronle a Antonio Ruiz las fatigas del trayecto. Lo acompañaba una muestra, llena de encanto, de las posibilidades felices de esas reducciones: un coro de dieciséis niños guaraníes con su maestro de capilla.
Supo en la Asunción, que el superior des- cendía por el gran río, camino de Nuestra
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Señora de la Trinidad en el Puerto de Santa María de Buenos Aires.
Apresuróse aún más el padre Antonio, a quien por sus rápidos desplazamientos por buenos o torcidos caminos, sin detenerse casi entre las fundaciones y la catequesis, entre confesiones y sagrados óleos, entre los pesti- lentes y las conversiones, podría haber reci- bido el sobrenombre de Abaré bebé, padre volador, como los tupíes del Brasil designa- ron al jesuíta Manuel de Paiva.
Alcanzó al provincial Oñate en la villa de San Juan de Vera de las Siete Corrientes, que por orden del oidor estableció Juan de Garay, secundado por el criollo Hernando Arias de Saavedra, años atrás.
Descendieron juntos a Buenos Aires, la puerta de la tierra, como la designaba el oidor Matienzo al propugnar desde la Ciu- dad de los Reyes que fuese fundada, abierta en la boca del gran río, puerto para las na- ves del progreso, puerta para las ciudades y las riquezas del interior. El provincial cató la santidad y la fuerza indestructible del mi- sionero; concibió que en sus manos estaba el buen éxito de los planes amplios de la Compañía.
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En la ciudad del Plata, donde Antonio Ruiz pasó toda la cuaresma, el coro guaraní, tan maravillosamente acordado y de tan an- gelical melodía, digno de sus maestros, y más aún del sentido estético de la gran fa- milia, fué particularmente apreciado por el obispo fray Pedro Carranza.
Antonio Ruiz tornó a las doctrinas con el cargo de superior, reemplazando al padre José. Había aceptado la honra por obedien- cia, pero con mucho desconsuelo, ya que en la humildad se nutría su fuerza y su alegría. No pensó jamás en obtener ascensos en la Orden, reconociendo ser, como dijo, total- mente inepto.
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La gran era fun dacional. Antonio Ruiz, el constructor, superior Je las Doctrinas Guaraníes
Las fiebres quemaban a los indios de las colonias cercanas a las dos reducciones, situadas aquéllas en lugares bajos, hacinada la gente. Montoya también enfermó, y dado que el padre José Cataldino fue llamado a la Asunción, no permanecían en los reductos del Guayrá más que tres catequistas. La muerte se llevaba a los indios cristianos sin confesión ni los ansiados consuelos.
Decidieron los jesuítas reunir a todos en dos lugares sanos, mas los escollos no falta- ban nunca en las aguas misioneras. Roque Maracaná se negó a fusionar su pueblo con otros; le iba en ello el honor.
En los inusitados ruidos y la algarabía que crecieron en la noche, Antonio Ruiz y Si-
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món Masseta se acongojaron con la idea de que nuevamente la indocilidad de los prin- cipales acabaría con ellos y con la apostólica empresa. Mas la Providencia actuaba. Ma- racaná irrumpió en muy temprana hora en casa de los jesuítas y les reveló que había sido despertado en mitad de la noche por una voz que le ordenó: "Múdate, haz lo que te manda el padre". Ante ese mandato di- vino, llamó a su pueblo entero y dispuso el inmediato traslado.
En un clima cargado de anunciaciones, de milagros, atravesado por voces proféticas, por almas del purgatorio en demanda de oraciones y limosna de misas, preñado de he- chos demoníacos, suspenso ante resurreccio- nes, los misioneros triunfaban. Los indíge- nas sentíanse envueltos por las sugestiones profundas de la religión cristiana. Los he- chos del Nuevo Testamento penetraban con un deslumbramiento portentoso en sus al- mas místicas.
Antonio Ruiz se detiene repetidas veces a referir los aconteceres sorprendentes de que fueron actores sus alumnos. El padre Juan Vareo, que empleó la música en la obra mi- sionera y encontró el maravilloso eco del sentido musical de la gran familia, estando
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enfermo en Loreto oyó que un cantor alum- no suyo lo llamaba desde la ventana: "¡Ea!, padre Juan, vámonos al cielo". Refirió esto a los doctrineros, extrañado de que estando el discípulo enfermo hubiese llegado hasta allí. Cuando le contestaron que ya había ex- pirado, comprendió que a él también le había llegado su hora y manifestó: "Yo mue- ro muy consolado de morir en tan dichosa demanda de la conversión de los indios".
Ya era llegado el momento de emprender nuevas reducciones. Antonio Ruiz de Mon- toya, dueño de vastos proyectos, instaba a sus compañeros a la conquista espiritual en grandes medidas. La experiencia en conocer a los guaraníes y sus nobles calidades, el me- jor dominio del idioma, ajustado el plan estructural de las doctrinas, sólo faltaba que fuese aumentado el número de misioneros, puesto que el ánimo sobraba. Dejando a cuatro padres en Loreto y San Ignacio, se adentraron en la espesura tres sacerdotes: Montoya, Cataldino y Salazar.
La primera doctrina cuyo trazo estable- cieron fué San Francisco Javier, en 1622, hacia el sudoeste de San Ignacio Miní, en la región de Ibitirembetá. Reunidas varias al-
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deas amigas, se alcanzó el número de mil quinientos vecinos. Pero antes de lograr este triunfo, amenazantes huestes pretendieron destruir a los catequistas. En los momentos en que se decidía su destino, Antonio Ruiz se acercó a José Cataldino, que seguía dedi- cado a la construcción de la capilla, y le dijo: "Padre mío, hoy me parece que será el úl- timo día de nuestra peregrinación", y con igual calma y sin dejar la tarea, le contestó éste: "Cúmplase la voluntad de Dios".
Prosiguió luego la marcha por los sende- ros pesados de lianas y malezas, cruzados por reptiles, húmedos entre las selvas, ardientes en los llanos, siempre a pie, alzada una cruz de dos varas de alto, que constituía su único, aunque poderoso auxilio.
La acogida en las aldeas no dejaba de mostrarse cordial. Les era tributado el ho- menaje del saludo ritual, practicado por la gran familia al arribo de los visitantes bien- venidos. Grupos de mujeres, acuclilladas en semicírculo frente al huésped, exhalaban suspiros, ayes, y prorrumpían en llanto, en- trecortado por la recitación de las desgracias que ensombrecían al pequeño mundo de la taba, las muertes acaecidas. Condolíase el viajero a su vez. El carácter eminentemente
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elegiaco del saludo ritual, el constante re- cuerdo de los muertos queridos, de quienes se enumeraban las virtudes, lo identifican como una ceremonia fúnebre.
Inquirió Montoya acerca de tan halagüe- ña predisposición en el ánimo de las comu- nidades indias hacia los padres, que si bien se acercaban desarmados, pacíficos, portado- res de la palabra de amor del Hijo de Dios, no dejaban por eso de ser extranjeros. Eran las arengas inflamadas de los payé, las que inducían en oportunidades a la gente a vol- verse hostil.
Al igual que tantos otros catequistas, aceptó Montoya la fantástica idea de que el apóstol Tomás ilustró las Indias con su pré- dica, y que asediado por los indígenas huyó hacia el Cielo, dejando los rastros de sus pies y su cayado en caminos y playas.
La analogía entre el nombre de Sumé, el héroe civilizador y profeta agrícola de los tu- piguaraníes de la costa del Brasil, y Tomé, Tomás en portugués, dió motivo a confusión y sirvió de germen a esta curiosa noticia.
Referían los mitos nativos que transpues- tos los ciclos del génesis, luego de sucesivas destrucciones y reconstrucciones de la tierra y de la humanidad, vivió un demiurgo entre
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los hombres, a quienes instruyó acerca del curso de los astros, reveló el milagro de la siembra, el cultivo de la mandioca e instau- ró normas de convivencia y ceremonias y ri- tos de sentido religioso. Virtudes esotéricas y prodigios mánticos revelaban en él su ori- gen sobrenatural.
La ingratitud humana hizo echar al olvido los beneficios concedidos por el tesmóforo. Primó el temor a su nigromancia y sus artes de hechicería, con las que realizaba meta- morfosis de hombres en pájaros y bestias. El pueblo persiguió al numen con saña y éste, acosado por quienes intentaban darle muer- te, en un salto de maravilla perdióse en el espacio.
En las distintas latitudes de la dispersión tupiguaraní el mito era conocido, con va- riantes de forma y distintos apelativos de la deidad civilizadora.
Siempre era aguardado su retorno. La le- gendaria advertencia de pai Sumé, de que volvería nuevamente a deambular entre los hombres, hacía que los miembros de la gran familia recibiesen con religiosa devoción a los blancos, particularmente a los sacerdotes, por considerarlos sucesores o descendientes del héroe mítico.
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Al capuchino Andrés Thevet, como a los jesuítas Nóbrega y Anchieta, sus interlocu- tores indios comunicaron, en el siglo xvi, la creencia de que los europeos cumplían las profecías del numen que tantas enseñanzas legó.
Esa tradición actuó en beneficio de la conquista blanca y la penetración del pen- samiento cristiano. Análogos mitos se halla- ron presentes en el proceso histórico que condujo a la destrucción de Tenochtitlán.
Desarraigar las antiguas creencias signifi- caba una labor constante que los jesuítas no descuidaban. La Conquista espiritual, de Antonio Ruiz de Montoya, trae testimonios valiosos referentes a las profecías que se to- maban de los cuerpos de los grandes hechi- ceros muertos, reliquias venerandas. Comu- nica el autor, en el capítulo XXVIII, De cuatro cuerpos muertos de indios que eran reverenciados en sus iglesias, el hallazgo, en unos cerros, de ermitas funerarias donde se conservaban los restos emplumados de anti- guos magos, cuyos oráculos interpretaban los hechiceros. El templo con bancos, que indica Montoya, responde ya a la influencia de la religión apostólica.
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Establecidas cuatro reducciones más: en
1625, Encarnación, sobre los territorios se- ñoreados por el principal Pindó, más al sud- oeste de San Javier; San José, sobre el río Tibagi, afluente del Paranapanema; en
1626, San Pablo, a orillas del Iñeay; y San Miguel, en el mismo año, en el Ibianguí, la más avanzada hacia la costa atlántica, el apóstol del Guayrá intentó la conquista de una región que se titulaba Tayaoba, por ser éste el nombre de un principal de ancha fa- ma. Tayaoba aceptó de buen grado el agua bautismal; pero la influencia de Guiraberá, Pájaro Brillante, el gran mago, y de otros he- chiceros, puso en grave aprieto esa empresa, y al padre Antonio muchas veces al borde del martirio.
En el primer intento cayeron asaetados siete indios amigos, en torno al padre, que encontró el camino de su preservación por conocer todos los ardides de la guerra gua- raní; se deslizó por entre las breñas con la agilidad y astucia de un combatiente de la gran familia. Escribió Montoya, al memo- rar esa penosa y larga huida: " . . . iba yo tan cansado y atravesado el corazón con las siete muertes de mis compañeros.
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Tornó por segunda vez el titánico lucha- dor, remontando la senda de su primera fuga. Quebróse su jornada, mas no su vo- luntad. Le dolió que le hubiesen apresado a su monacillo indio.
En la tercera incursión, y muy en desfa- vor de sus deseos, un contingente de espa- ñoles de Villa Rica, confiados en sus bocas de fuego y sus aceros, seguidos de varios cientos de indios, arremetió contra ese re- ducto en que la voz de los magos era escu- chada. Montoya se incorporó al concurso guerrero, del que no esperaba resultados útiles, pues las armas mejores para el triunfo eran la cruz, el mensaje divino y la hu- mildad.
Desamparada por los guaraníes la alde- huela donde fué hecho prisionero el ayu- dante de misa del padre Antonio, los acom- pañantes de éste le trajeron unas grandes ollas de carne cocida con maíz, de que se sir- vieron todos. El jesuíta juzgó que era carne de caza, y comió; pero del fondo de la vasija sacaron luego la cabeza, manos y pies del monacillo, con cuyo cuerpo se había prepa- rado esa comida ritual.
La derrota rechazó a los españoles. Pero el prestigio de la palabra del apóstol atrajo
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a muchos guaraníes a la fe, y el gran mago Guíraberá se acercó a los padres, aceptó re- conocer al Dios único, y en la región tantas veces asaltada por Montoya surgieron los pueblos grandes, las iglesias; eleváronse los coros dulcísimos de los cunumí, los ni- ños, de tan gratos ecos. Y de los campaniles rústicos se abrió en ondas místicas el doblar de los bronces, asombrándose en la selva, subyugando a los espíritus como un llamado de trasmundo, y las cruces procesionales se hamacaron por encima de las masas de in- dios, sobre los cánticos litúrgicos.
En 1627, a poca distancia de San Miguel de Ibianguí, reuniéronse, en torno a la pla- za grande amparada por la iglesia, las casas de San Antonio, junto al arroyo de Ibiticoí; y dando una medida de la potencia de la Compañía y de su ascendiente y fascinación, construyóse en el decurso del mismo año Concepción y San Pedro, las más meridio- nales en el Guayrá. Al año siguiente tuvie- ron realización tres nuevas fundaciones: Los Siete Arcángeles, Santo Tomás, en homenaje al apóstol del mito americano, y Jesús Ma- ría, vecinas unas de otras en los antiguos dominios de Tayaoba, entre los serrijones del corazón del Guayrá.
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La expansión bandeirante
n un aire trágico, la conquista espiritual I-J quedó suspensa. El año 1628 trajo con- sigo la hora del reflujo. Las olas de las ban- deiras paulistas romperían contra los iner- mes pueblos de las doctrinas. Angustias alucinantes, escenas de horror siguieron las marchas de los corsarios de la selva. Esa marea, que de la costa atlántica irrumpía con increíble audacia en el sertón y más allá, y llegaría hasta los contrafuertes andinos, crearía, muchas veces golpeando en el vacío impulsada por su propia inercia, el desme- surado cuerpo del naciente Brasil.
En el primer año del siglo xvi, las naos lusitanas de Manuel el Venturoso afianza- ron la posesión de las costas occidentales de
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las nuevas Indias para su corona, que se en- joyaría con otras y riquísimas posesiones en Africa y en el Oriente esbozado por Marco Polo. La línea de Alejandro VI, hecha girar hacia el oeste en Tordesillas por los regios negociadores, dividió el mundo en dos mi- tades, ancho campo abierto a las conquistas de ambas naciones iberas.
En la costa de la tierra de Santa Cruz co- menzaron a eslabonarse pobres factorías aso- madas al océano, inseguras. Luego se forta- leció la colonización con el sistema de las capitanías y, más tarde, obtuvo mayor cohe- sión con el gobierno general establecido en la ciudad de Bahía.
Crecieron los ingenios, la explotación del palo de tinte, las sementeras. Pero siempre el asedio de los antiguos dueños de la tierra traía la destrucción, el asolamiento. Las am- biciones conquistadoras de franceses y ho- landeses eran otros factores adversos a esa lucha por el crecimiento.
Primero la colonización se extendió en longitud, recostada sobre el mar, por donde venía el auxilio y era camino de salvación frente a los ataques de los formidables gue- rreros tupiguaraníes. Mas luego los derribos y las alquerías se extendieron hacia el inte-
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rior, en gesta tenaz. Era preciso que el brazo de los empenachados combatientes laborase en producir riquezas agrícolas; una esclavi- tud sin atenuantes les fué impuesta. Los nuevos amos, regidos por su sola voluntad, y acicateados por las ganancias, movíanse por un desbordado sensualismo del poder, de los placeres, se trasladaban en hamacas sostenidas por sus siervos, seguidos de su cortejo de mujeres indias.
Los surcos y los cañaverales, el castigo y la muerte, la enfermedad o las fugas merma- ban los brazos, que era urgente reponer. El tráfico de indios se inició en esa época tem- prana. Juan Ramallo, en el planalto, afin- cado desde 1520 entre indígenas, se dedicaba a la caza de esclavos en el interior y los en- viaba al litoral, a su socio Antonio Rodri- gues, para ser subastados.
Las bandeiras, grupos de blancos, acompa- ñados por los mamelucos, hijos que hubieron en la tierra con las dulces indias, partían hacia occidente a la búsqueda de esclavos para las fazendas, las minas. Eran expedicio- nes donde los peligros sobraban. Ejemplo fué la de Pero Lobo y sus ochenta hombres, ultimada toda.
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Los traficantes penetraban cada vez más hacia el Paraguay, por el camino clásico de San Vicente, pues sustituía al fluvial, remon- tando el anchuroso Plata. Y los españoles de la Asunción favorecieron en ocasiones ese comercio humano. Juan de Salazar acusaba de ello a Irala en 1553, y éste a sus enemigos políticos. El rey de España advirtió que tal cosa no fuese permitida. Los gobernadores del Paraguay trataron de crear ciudades en el Guayrá para detener los crecientes avan- ces de la gente del Brasil.
No obstante, la expansión portuguesa ha- cia el ocaso se convertía en corrientes conti- nuadas. La línea de Tordesillas se levantaba como una barrera que por mar la apoyaban las bombardas y pedreros de las naves del emperador Carlos.
España había sojuzgado imperios colosa- les en las Indias de occidente, el de Mocte- zuma, el de Atahualpa, y gigantescos terri- torios e infinitos pueblos, y si bien Portugal tenía en sus horizontes la Etiopía, el Indos- tán y la remota Especería, los metales en el corazón del continente americano atraían con fuerte sugestión a los conquistadores lusitanos. El imperio del Rey Blanco, entre- visto por Alejo García y al que Gaboto es-
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tuvo en vías de alcanzar por el camino del río en que murió Solís, sedujo a la corona portuguesa. Un índice de esto lo constituyó la incursión de Martín Alfonso de Souza, que erigió en aquel estuario y pórtico las armas de su rey.
La armada de don Pedro de Mendoza, lu- ciente y formidable, que estableció en la boca del río el puerto de Nuestra Señora del Buen Aire, no dejó dudas de la decisión his- pana de impedir que Portugal desbordase el acuerdo de Tordesillas.
Las bandeiras se adentraron a espaldas de las capitanías. Fueron ellas las que hicieron trastabillar el fantasmal meridiano y que- brarse como si fuese de cristal. Primero los esclavos, después las minas, la abierta con- quista siempre.
La Compañía de Jesús trató de mejorar la condición de los esclavos indios, modifi- car las costumbres libérrimas y sin freno de blancos y mamelucos. Constituida la Provin- cia ignaciana del Brasil, en 1553, la obra evangelizadora adquirió grandes proporcio- nes, contando con catequistas de la talla de Nóbrega y Anchieta. El primero envió a San Vicente a los padres Leonardo Núñez y Die-
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go Jácome a establecer una casa de la Com- pañía. Lo hicieron en 1550.
Nóbrega, el primer provincial, intuyó de inmediato que en mayor medida que la cos- ta, era en el interior donde debía golpearse en el yunque de la conversión de los gentiles. Propugnó entonces la creación de un pueblo, trasmontando la Serra do Mar. Tal mandato fué cumplido, en la aldea indígena de Pirati- ninga, por el hermano Anchieta, Manuel de Paiva y otros cofrades, el día de la conversión del apóstol San Pablo, el 25 de enero de 1554. El colegio loyolista fué el núcleo del que se formaría la ciudad. En Santo André da Borda do Campo, vecino de Piratininga, el tráfico esclavista proseguía, sin que la pré- dica de los jesuítas tuviese algún efecto.
La reacción de los nativos no dejaría de mostrarse, con la fiereza temperamental de la gran familia, exacerbada por el trato infamante de los invasores. En julio de 1562, la confederación de los carijoes, tamo- yos y tupíes mandada por Jagoanharo y Arary asaltó los muros de estacas y adobe de San Pablo. Juan Ramallo fué designado ca- pitán para la guerra, por su prestigio de ban- deirante y su parentesco con el jefe, el mo- rubixaba Tebyricá, con cuyo auxilio se re-
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chazó el formidable asalto de los empena- chados guerreros comedores de hombres. No obstante, sus correrías, muertes, destrucción de sementeras y carnicería de vacadas prose- guían.
El creciente aumento de blancos y mame- lucos, la victoria portuguesa sobre la Francia Antártica, amiga de los tamoyos, dieron ma- yor empuje a las bandeiras, que volvieron a golpear como arietes en el sertón. En 1581, Jerónimo Leitáo dirigió una gran entrada que llegó más allá del Paranapanema. Los traficantes de esclavos multiplicaron sus in- cursiones, apresando contingentes de éstos, cada vez necesarios en mayor número, por ser muchos los ingenios, y las rozas y las epi- demias.
No siempre la gente de las bandeiras vol- vía con las preciadas cadenas de eslabones humanos, sino que servía de trofeos en las fiestas de la renovación y la venganza. Y San Pablo de Piratininga y los pueblos del lito- ral volvieron al terror, y la población rural sentíase sin protección ante los tupiguara- níes que en todo momento podían aparecer por las puertas de la selva.
El cabildo de San Pablo, baluarte aden- trado en tierra de la heroica gran familia, re-
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dobló sus pedidos de auxilio a Río de Janeiro y Santos, ante el desastre de la bandeira de Antonio de Macedo y Domingo Luis Grou, sorprendida en el sertón, en 1593, y casi ex- terminada, así como los tupinaés que la acompañaban.
Dos años después, el capitán Manuel Soeiro dirigió una entrada al sertón, seguida por otra a cuya cabeza marchaba el capitán mayor Pereira de Souza. Ambas desorgani- zaron a las aldeas de donde emergían los ejércitos emplumados que se precipitaban en la lucha, ya definitivamente perdida, con- tra los blancos.
Entonces comenzó a levantarse la marea de las bandeiras y a forjarse la geografía del Brasil. Los esclavos y las minas eran el ob- jetivo primero; pero evidentemente en los hombres de gobierno estaba latente el fin político. El gobernador general Francisco de Souza fué, a la entrada del siglo xvn, el gran impulsor de esa capital empresa.
Tres expediciones escalonaron con sus proyecciones el ritmo posterior de las ban- deiras. Alfonso Sardinha el Mozo, en 1598, avanzó por Río Grande con sus mamelucos, logrando numerosas presas. Descubriéronse por esa época las venas de oro de Jaguará y
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los yacimientos de hierro de Aracoyaba. Su- cedieron luego las dos travesías oficialmente impulsadas: la de Antonio de Leáo, por el Matto Grosso, y la de Nicolás Barreto, en 1602.
La Orden de San Ignacio, tras múltiples diligencias, obtuvo del gobierno de Lisboa, en 1595, la prohibición del tráfico esclavi- zante. Y tres años después, la Cámara de San Pablo dio nacimiento al cargo de Capitán de las Indias, con el propósito de velar por los autóctonos y ser su representante. Como se hizo palmario con las entradas que siguie- ron a estas medidas, su aplicación tuvo sólo un leve aspecto formal.
Los cruceros por la selva habrían de recru- decer en número y audacia en el siglo xvii, en que se efectuó el choque contra las reduc- ciones jesuíticas, florecientes y pacíficas, del Guayrá. Ellas ofrecían muchedumbres de guaraníes instruidos en la agricultura, reu- nidos en pueblos donde era fácil apresarlos. Tan sustanciales veneros no iban a ser deja- dos a un lado, ni se optaría por la lucha acia- ga contra las aldeas aisladas y los guerreros habilísimos en la escaramuza y la huida.
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El tráfico negrero se iniciaba en San Vi- cente. La excelencia del africano en las ta- reas rudas, obediente y sumiso, lo haría con el tiempo el reemplazante de los empena- chados guerreros, en surcos, minas y caña- verales. Los antiguos señores de la tierra, los conquistadores de ese cosmos en que im- plantaron su civilización y sus grandes mitos, no pudieron avenirse a la esclavitud ni tole- raron el látigo. Las bandeiras, la guerra, las faenas, las pestes trituraron los miembros de la gran familia.
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asalto a los pueblos del Guayrá. La caza Je esclavos
Mil seiscientos veintiocho. La marea bandeirante se precipitó como un fla- gelo apocalíptico por los sembrados, los cam- pos de pastoreo, los mismos pueblos del Guayrá. Cautivar a los indios era, en ese terreno, el móvil imperioso. Siendo los oprimidos muchos y los opresores pocos, el terror y la mano violenta daban a éstos su- premacía irrebatible.
En palenques hacinaban a los desorienta- dos catecúmenos, que volvían su esperanza a los padres y oraban con angustiosa fe. Montoya, José Domenech y Cristóbal de Mendoza, seguidos de algunos principales, acudieron a los jefes de la entrada, a sus re- ductos fortificados. Mas según relata Anto-
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nio Ruiz, los recibieron con descargas de ar- cabuces y flechas de los indios tupíes. Del séquito de los padres cayeron varios, y el pa- dre Mendoza fué mordido por un dardo.
Nada valió la diligencia. Por el contrario, en pie de guerra y con despliegue de aparato, a son de caja, arrasaron las reducciones de San Antonio y San Miguel. Los jesuítas, confuso el ánimo ante la desolación de los pueblos que en tan largos años de trabajo rudo habían levantado, ante el fuego que consumía iglesias, casas y sembrados, ante las filas interminables de guaraníes cristia- nos que se tragaba la selva camino de la es- clavitud, se multiplicaban para dar el auxilio de la confesión a los que morían quebrados por las armas y la peste. Un padre sustituyó, en la collera que lo apresaba, a un indio en- fermo.
Simón Masseta y Justo Mansilla se unie- ron a la dolorosa caravana. Llamados a la fe en el Señor, no podían abandonar a quienes creyeron en su mensaje. Los padres eran compañeros indeseables en esa ruta larga hacia los muros de Piratininga y el mar.
Escaso el bastimento, voluminosos los bultos de mercancías con que los bandeiran- tes los cargaban, liados muchos por el cuello,
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en ristras, para hacerles abandonar la idea de la fuga, en particular a los corregidores y alcaldes de los pueblos misioneros, los cau- tivos enfermaban, pues los hacinamientos y el hambre traen pronto a su inseparable ami- ga, la epidemia. Los ignacianos socorrían a los que, rezagados por su flaqueza, se acer- caban al término de sus vidas.
El capitán mayor de la bandeira, Antonio Raposo Tavares, prohibió a los padres que siguiesen a los cautivos. Pero prosiguieron, no obstante, junto a otro rosario de sus ama- dos catecúmenos. En San Pablo, las preten- siones de los misioneros, de que los indios cristianos fuesen devueltos a las doctrinas del Guayrá, estuvieron fuera de lugar, ya que esa gran entrada había arrastrado, ser- tón adentro, a señores calificados en los medios directivos.
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I
Las bandeiras proseguían empeñosamente su obra. Cayeron sobre San Francisco Javier, reducción de mucha vecindad. Pero ya los indios comenzaban a tratar de defen- derse y habían hallado refugio en los bos- ques. No obstante, por la precipitación de su marcha, no llevaron suficiente matalotaje, y cuando acudían a sus sembrados eran sor- prendidos.
El tormento abría los caminos, y la gen- te del pueblo, perseguida como piezas de montería, era al fin apresada. Luego el en- cierro en la estacada; después el largo sende- ro. Villa Rica, población de españoles, fué también asediada, los indios y los blancos la desampararon, camino de Maracayá.
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Destruidas las once poblaciones que ha- bía creado, dispuso Montoya que todos los pobladores que lograsen escapar se reunie- sen al amparo de la cuna de las misiones del Guayrá: Nuestra Señora de Loreto y San Ig- nacio Miní. Mas los corsarios de la selva no iban a detenerse. Aproximábase el año 1631 a su fin.
Antonio Ruiz planeó su estrategia, que no podía ser otra, con tales elementos en jue- go, que la preservación de los indígenas, su traslado más al oeste. Ya ideaba organizar ejércitos de guaraníes con armas de fuego y táctica moderna. Mientras tanto, las riberas junto al Paranapanema y su confluencia con el Paraná se agitaban en la presurosa cons- trucción de canoas y balsas techadas, los indí- genas apilaban sacos de maíz, de mandioca, cargaban sus pobres muebles, sus avecillas.
El padre Montoya describió, con esa emoción del actor entre cosas queridas que un destino sombrío amenaza, las escenas pa- téticas del éxodo. Ya los vigías traían el dis- tante rumor de la invasión, era preciso que la flotilla interminable se apresurase por las aguas siempre lentas de la huida.
"El ruido de las herramientas, la priesa y confusión daban demostraciones de acer-
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carse ya el juicio", escribió en su Conquista espiritual. Los cinco o seis soldados de Loyo- la dirigían los últimos aprestos con voces que nadie discutía. No quisieron dejar los cuer- pos de los misioneros; los desenterraron y cargaron con ellos, pues si en los caminos de la catequesis fueron juntos no debían aban- donarlos en esa transmigración. Consumie- ron el Santísimo Sacramento y desguarne- cieron los templos.
En setencientas balsas y canoas, doce mil personas se alejaron por el Paraná abajo. Una niebla de angustia pesaba sobre los corazo- nes; el enemigo podía surgir en la ribera. Só- lo en la oración hallábase reposo para el al- ma. De las embarcaciones se elevaban cánti- cos fervorosos, implorantes.
En el mismo instante en que los sagra- dos ornamentos fueron sacados de aquellas iglesias, una imagen que era adorada en la doctrina del Paraná a donde Montoya guia- ba el éxodo, comenzó a sudar gotas en tal medida que los sacerdotes no alcanzaban a secar y este anuncio portentoso les hizo pre- ver algún grave sentimiento del Altísimo.
El camino de tierra sustituyó al fluvial, intransitable en el tramo del salto grande del Guayrá, donde las aguas provocan impetuo-
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sos remolinos. Forzoso fué que cada cual car- gase con su red, sus utensilios, su harina de maíz y mandioca. Unióse a la caravana la gente que seguía al padre Pedro de Espino- sa, en fuga también.
En ocho días de caminar alcanzaron nue- vamente el gran río. Los instrumentos de música, que tanto amaban los guaraníes, quedaron tirados en la estela del afligido cortejo.
Sobre el Paraná, terso ahora, el pueblo del éxodo se acercó al lugar de su destino, cercano del codo en que el río cambia su orientación hacia el oeste. Pero allí, si bien estaba el límite de la peregrinación, no se encontraba el de los trabajos del guía ni el de los padecimientos de los feligreses.
Se languideció por muchos meses, con la escasa ayuda de las reducciones de Itapuá y Corpus, mientras se rozaba el campo, se procedía a la siembra y se esperaba la reco- lección.
"¿Quién podía sustentar aquella multi- tud en la soledad, y por largo tiempo —escri- bió Montoya— en donde no hallaron cosa al- guna, sino aquel Señor que con cinco panes sustentó a otra multitud en el desierto?"
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Nuestra Señora de Loreto y San Ignacio Miní renacieron en medio de la pobreza, cir- cundadas por las frondas de la ribera orien- tal del Paraná.
La disentería roía los cuerpos exhaustos. Hubo afligente mortandad, sólo un tercio sobrevivió. El padre Antonio confesaba a los que fluctuaban en las fronteras; luego, an- tes de administrarles la Extrema Unción, los exhortaba: "Chapleo cherai aruniche ñandi robagapi ndebe, nde anga aycue pohang eté haba. Ero angapigi angá condembaeragi Tu- pa emoña nderecó ypoteramboé . . ." "Ad- vierte hijo que te traigo el sacramento de la Extrema Unción, para remedio de tu alma. Consuélate con esta tu enfermedad, porque así lo quiere Dios ..."
Pero el trabajo y la fe se sobrepusieron a los desasosiegos de la transmigración, domi- naron al hambre y la muerte. Colmáronse los trojes con maíz, la mandioca se dió con extremada abundancia, y así las legumbres, el algodón. Los ganados se multiplicaron.
Los muros de la iglesia de Nuestra Señora de Loreto se alzaron por nueva vez, repitien- do la traslación legendaria de la Santa Casa en que se obró el misterio de la Encarnación.
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Los mártires
Merlduno de Buenos Aires
I FUNDACIONES
I en el
1 PARANAyURUCUAY
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I
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1609 -1638
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J^C" t¿;^.4-. v^rt*í ' s
Adaptado de- P. HERNANDEZ. Organización Social de las Doctrinas guaraníes Je la Compañía de Jesús
omo superior de las misiones del Para-
ma de éstas hundía sus raíces en su corazón.
Si los pueblos se situaban cercanos unos de otros y los guaraníes empuñaban aceros y armas de fuego, sin duda alguna sus cono- cidas aptitudes militares tendrían que ha- cerse evidentes. Habían demostrado apego al orden de las doctrinas. La esperanza en la ayuda de los gobernadores españoles no era mucha, mientras que los encomenderos aplaudían el sistema de las bandeiras y cen- suraban el jesuítico.
Otros factores se agregaban a los flagelos encarnizados en hacer zozobrar la obra misio- nera en el verde piélago de la selva: los asal-
Antonio Ruiz todo el dra-
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tos que llevaban a los sembrados y las gana- derías tribus primitivas, como las payaguaes y guaycurúes, en el Paraguay, para quienes el régimen de las doctrinas era inaplicable, al igual que para los yaroes, minuanes y cha- rrúas, en la margen izquierda del Uruguay.
La corona del martirio había ceñido la frente del padre Roque González de Santa Cruz y de sus compañeros Alonso Rodríguez y Juan del Castillo, en las fundaciones del Uruguay. Ocurrió en ese año crucial de 1628.
Roque González, a semejanza de Montoya hijo de América, nacido en la Asunción, tanto como la castellana tenía por suya la plástica lengua de la gran familia, y su elo- cuencia arrebatada superaba la de un tubixá o de un payé. En 1609 ingresó en la Orden, y dos años después reemplazó en la primige- nia San Ignacio Guazú al fundador Loren- zana.
De contextura espiritual similar a la de Antonio Ruiz, Roque González sentía sobre sí el peso de la responsabilidad del triunfo de la obra misionera. Descendió al Alto Pa- raná. En 1615 estableció Santa Ana y, más al oriente, Itapuá. De allí atravesó la tierra hasta el río Uruguay, dentro de la jurisdic- ción del obispado de Buenos Aires, por re-
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giones inexploradas; y en gesta que sorpren- de por los peligros vencidos y los buenos frutos, hizo que los indígenas aceptasen la nueva fe, renunciando a sus creencias y ritos atávicos, y se reuniesen en doctrinas. Así sur- gió Concepción, en 1620, cerca de la margen derecha del Uruguay.
Transcurridos seis años, fundó San Nico- lás, en la zona de Caazapaminí, San Javier de Yaguaraitiés, en la orilla del Itapitá, y Yapeyú, más abajo de donde el Ibicuy pene- tra en el Uruguay. En 1628, después de ex- plorar la región del Tape, hacia las fuentes del Ibicuy, tornó al Uruguay, donde asentó Candelaria de Caazapaminí y Asunción del Iyuí.
Acercóse a su glorioso tránsito. Muchas ve- ees en las encrucijadas de sus rutas apostó- licas intuyó el martirio. Ni la vida ni la muerte significaban algo para él fuera de su misión; pero le eran aceptables y gratas den- tro de ella. Entró en la región del Garó, entre los arroyos que alimentan el río Iyuí.
El jefe Necú, nombre cuyo significado es reverencia, que debía su poderío a su magis- mo y astucia, pareció apreciar el mensaje cristiano, los proyectos del jesuíta de edifi- car una casa para la Santísima Trinidad y
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ordenar la existencia de las aldeas en pue- blos grandes, bajo su amparo.
El asunceño, secundado por los padres Juan del Castillo y Alonso Rodríguez y con el apoyo del mago, vió construido el templo y nacer el pueblo de Todos los Santos del Garó. Transcurría el mes de noviembre.
Palabras, estados de ánimo, aprensiones, obraron en la mente de Necú, que había de ser el instrumento por el que el destino de los misioneros habría de cumplirse. Temió fuese cierta la calumniosa voz de un guaraní renegado del catolicismo, que le exponía, con tonos palpitantes de realidad, cómo los ex- tranjeros harían de la gente del pueblo su es- clava y él sería abatido de su dignidad de jefe, convertido en una piltrafa. Necú resolvió.
Una mañana, el padre Roque terminaba de atar una sonora campana de bronce al campanil, junto al templo, y la alegría lo inundaba al pensar en que sus ondas regi- rían la nueva vida de los gentiles. En ese instante una maza, una pesada tangapema le quebró el cráneo. Y anotó Montoya "... con que a golpes y repique de campana voló su alma regocijada al cielo".
El padre Alonso, atacado en su choza, recibió tremendas heridas. Se adelantó ha-
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cia sus verdugos con expresión de asombro, y con voz dulce les preguntó: "Hijos, ¿poi- qué me matáis?" Avanzó tambaleante hacia el templo, a cuyas puertas cayó.
El tercero de los mártires del Caró, el pa- dre Juan del Castillo, recientemente iniciado en la catequesis misionera, fue alcanzado mientras actuaba en su noble ministerio en Asunción del Iyuí.
Sólo envidiaba Antonio Ruiz a los que re- cibían el celeste favor de la aureola del mar- tirio; mas no le estaba reservada. A él le to- caron los trabajos sin cuartel, dirigir, en ese campo de batalla que abarcaba dimensiones desorbitadas, la estrategia que pusiese a las doctrinas al abrigo de la penetración paulis- ta, mientras que con energía singular era indispensable tonificar la moral de los neó- fitos a la espera de la adopción de medidas eficaces.
Siempre era de esperarse que la corona de España, señora de Portugal desde 1580, en que Felipe II dispuso sojuzgar al competidor ibero, impusiese su criterio con respecto a las fronteras de las gobernaciones del Río de la Plata y del Paraguay y aquellas de las ca- pitanías.
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Al retirar del Guayrá las únicas doctrinas no destruidas, Antonio Ruiz, como superior, dispuso la conversión de los itatines guara- níes, en la margen izquierda del Paraguay, entre los ríos Jejuy y Mbotetey, al norte, y las sierras de Amanbay al oeste. Los misio- neros Diego Ranzonier, Justo van Surk Man- silla, Nicolás Henart e Ignacio Martínez, en promisorias jornadas crearon cuatro reduc- ciones, hacia el Mbotetey, en el año 1632.
Creyó Montoya que esos pueblos, tan ale- jados rumbo al noroeste, escaparían al tor- bellino de las bandeiras; pero no había teni- do ocasión de apreciar la vitalidad del Brasil en formación. En ese mismo año atronaron las bocas de fuego por sobre la gritería de los itatines maltrechos, los incendios de los pueblos.
Nuevas ristras de esclavos caminaron hacia el océano, sumándose a los sesenta mil que sólo entre los años 1628 y 1630 fueron arran- cados de sus casas y de sus sembrados en el Guayrá.
Las fundaciones, cuya orientación señaló el mártir Roque González en el Tape, sobre el Ibicuy y en la vertiente atlántica, surgie- ron numerosas entre los años 1632 y 1635. Cristóbal de Mendoza, que subió desde Bue-
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nos Aires con el superior Montoya, inició la serie de diez pueblos grandes con el estable- cimiento de San Miguel, en el río Poropy, al pie de las sierras. Al igual que su precur- sor en ese teatro, conoció los terribles mo- mentos del martirio. Ambos alcanzaron la gloria permanente: mas sus esfuerzos terre- nos quedaron desechos por las invasiones de mamelucos en 1636 y 1638.
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III
Antonio Rurz, procurador Je la Provincia jesuítica del Paraguay ante la corte
En Córdoba del Tucumán, los padres agudos en el consejo resolvieron adop- tar mayores providencias. Antonio Ruiz, el más vigoroso de los hombres que gestaron las Doctrinas Guaraníes, el más emprende- dor y de voluntad más firme, que había anu- lado a su materia humana para consustan- ciarse con su misión, fué elegido para defender la causa misionera y la preserva- ción de los indígenas ante el rey de España. Tan alto juicio era requerido, pues los go- bernadores del Paraguay y del Río de la Plata dudaban en la acción.
Con el nombramiento de procurador de la Provincia jesuítica del Paraguay ante el monarca, emprendió en 1637 el largo viaje
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a la corte, que dos veces intentó desde Lima por Panamá y no permitió su sino que cum- pliese. Comprendía ahora el significado de los anuncios extraterrenos.
Aparte de los vehementes argumentos que mostraría ante los señores del Consejo de Indias, llevaba los apuntes fidedignos de los hechos de que fué actor en casi treinta años de trabajos y agonías en selvas y ríos.
Cargaba también en su avío los preciosos manuscritos de su arte, vocabulario y tesoro del idioma guaraní, y de su catecismo. Con- fiaba en que esos trabajos habrían de apoyar grandemente las demandas jesuíticas, al ser- vir a crear un concepto acerca de la riqueza lingüística de la gran familia y asentar, por allí, su grado de capacidád intelectual, co- mo era también fácil demostrarlo por la sor- prendente manera en que se adaptaban al cristianismo y a la cultura occidental.
Arribó por segunda vez a Buenos Aires. Lo hizo en compañía del padre Francisco Ruiz Taño, procurador en Roma, y del pro- vincial Diego de Boroa, con quien trató lar- gamente el negocio vital de la subsistencia de las misiones.
Obtuvo, el 4 de octubre de 1637, la apro- bación del padre provincial para publicar
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sus trabajos lingüísticos. El mismo día le fué concedida la venia por el comisario de la Santa Cruzada y vicario general del obispa- do del Río de la Plata, canónigo Gabriel de Peralta, quien manifestó su convicción de que la obra de Montoya constituía un sólido apoyo para el arraigo de la fe, por estar ex- plicada la doctrina con claridad y galanura y ser útil para los misioneros en aquella gen- tilidad "en la qual es muy notorio aver he- cho su Autor tan gran provecho con su pre- dicación".
Navegó Montoya por el ancho océano hasta la tierra de sus padres, la España que para los americanos como él tenía lejanías de leyenda. Acudió a los estrados del Con- sejo de Indias; hizo patente con su verbo exacto las dimensiones del drama de los gua- raníes y de las doctrinas, sus consecuencias políticas. Presentó informaciones jurídicas, cartas del presidente de la Audiencia de Charcas, de gobernadores y obispos.
La trascendencia del problema aconsejó al monarca reunir una junta particular de altos dignatarios, para su estudio. El batalla- dor Felipe IV, al que acercóse Montoya, or- denó al virrey del Brasil adoptar las provi- dencias que le enumeraba por capítulos en
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extensa carta. Dispuso también el envío de un nuevo obispo e inquisidor a Río de Ja- neiro, que completarían la ejecución de los planes reales.
Montoya se aprestaba a partir con el pre- lado, cuando Portugal se rebeló contra el do- minio español y logró nuevamente, después de sesenta años, su independencia.
Desde ese momento, los señores del Con- sejo advirtieron con mayor claridad que el empuje bandeirante, al que nada se hizo pa- ra frenar, había tomado una proyección pe- ligrosa, y que esto se evidenciaría con mayor crudeza en el futuro.
Examinóse el negocio desde otros ángu-^ los, tanto el Consejo de Indias como la junta particular y la de guerra consideraron el cri- terio de Montoya de que fuesen creadas mi- licias guaraníes y se las proveyese de armas de fuego.
Felipe IV, por real cédula del 2 1 de mayo de 1640, dirigida al virrey del Perú, mar- qués de Mancera, le encomendó dispusiese lo más conveniente acerca de armar a los indios para su defensa. La opinión del Pre- sidente de la audiencia de Charcas y de los gobernadores confinantes debería ser es- cuchada.
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Mas esta cédula quedó en suspenso, en virtud de memoriales enviados por vecinos de la Asunción e informes del gobernador Pedro de Lugo y Navarra, temerosos todos de que los guaraníes, instruidos en la tác- tica moderna y con armas de fuego, se con- virtiesen en una amenaza para los propios españoles.
Dos años trajinó el procurador entre ofi- cinas y juntas, hasta declarar ante el Conse- jo de Estado, rebatiendo a los opositores de la Compañía que se hacía responsable de la fidelidad de los guaraníes. Frente a los fun- cionarios de la administración desplegó nue- vos hechos: la invasión de un verdadero ejér- cito de portugueses, secundado por tupíes aguerridos.
El gobernador de Buenos Aires no estuvo en situación de poder prestar apoyo alguno. Requerido el del Paraguay, Pedro de Lugo, acudió con setenta españoles para servir de fuerza principal a los combatientes guaraníes organizados por los jesuítas, aunque provis- tos de armas primitivas. Luego les facilitó siete mosquetes.
En los campos de Caazapaguazú se habían enfrentado las vanguardias, y en la lucha, que destacó la pericia del hermano Antonio
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Bernal, que en su vida civil había actuado en las guerras de Chile, y el temerario arrojo de los guaraníes, los bandeirantes llevaron la parte mala. Unos murieron, diecisiete ca- yeron prisioneros, los restantes se retiraron por los bosques, perseguidos.
Este suceso, acaecido en 1639, daba la pauta, con los siete mosquetes, de lo que po- dría realizarse con mayor número, teniendo en cuenta la disciplina severa que existía en las reducciones y el temple de los neófitos. En 1641, en condiciones parecidas, otra ban- deira había sido rechazada en Mbororé.
Triunfó el amigo y hermano de los indios, pues su condición era la de buscar siempre la victoria. Felipe IV, el 21 de noviembre de 1642, reiteró al virrey Mancera su primera resolución de 1640, aunque más inclinado ahora a proteger sus dominios con esos exce- lentes soldados guaraníes, dejando a cargo y responsabilidad de los misioneros el cuidado de las armas y municiones. El virrey consul- taría a las autoridades enunciadas antes y, no surgiendo inconvenientes, autorizaría lo soli- citado por el padre Montoya.
Antonio Ruiz tornó a su ciudad natal. Ha- bía partido de Sevilla en junio de 1643. Sus sentimientos más entrañables le hacían de-
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sear hallarse junto a los labradores indios, los artífices de los rústicos retablos de las iglesias misioneras. Mas la salvaguardia de esa obra en que gastó su vida le ordenaba seguir en los estrados virreinales.
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MI
La otra lingüística y la crónica misionera
En la villa de Madrid, en la imprenta del rey, había aparecido en 1639 el formi- dable alegato de Antonio Ruiz en favor de las doctrinas y acusación contra las bandei- ras, que inclinó a favor del litigante a mu- chos espíritus. Dedicada al marqués de Mo- nasterio, la obra llevó por título Conquista espiritual hecha por los religiosos de la Com- pañía de Jesús en las provincias del Para- guay, Paraná y Tape.
Descúbrese en este libro el intenso cari- ño del autor por sus feligreses guaraníes; porque si bien las misiones significan la piedra más preciosa en la corona de la Or- den, a esos americanos, de tan personal cul- tura y tan predispuestos a asimilar la civili-
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zación cristiana, se debió que tal empresa triunfase.
Durante ese mismo año terminó de im- primir Juan Sánchez, también en Madrid, el Tesoro de la lengua guaraní, para lo que fué preciso fundir tipos especiales. Forma el segundo cuerpo de la obra lingüística de Antonio Ruiz, componiendo el primero el Arte y el Vocabulario, que aparecieron al año siguiente.
Dedicó su trabajo, que colocó bajo la pro- tección y amparo de la Reina de los Cielos, a los religiosos misioneros entre guaraníes. Les indicaba que el celo para convertir a los gentiles lo había incitado a comenzar esa obra, pues cómo había de persuadírseles, sin los medios adecuados de comunicación. Era la lengua el instrumento creado por el Es- píritu Santo para sanar las llagas de la infi- delidad. El idioma guaraní mostraba una singular propiedad en sus significados y es- taba tan extendido que dominaba el océano por todo el Brasil, ceñía el Perú y alcanza- ba los "dos mayores ríos que conoce el or- be", el Plata y el Marañón.
El Tesoro es un diccionario guaraní cas- tellano, con nutridos y bien expuestos ejem- plos de sus usos. Tarea de tanta minuciosi-
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dad fue considerada necesaria por Antonio Ruiz en virtud de las particularidades del idioma vernáculo, como lo advierte: "El fundamento desta lengua son partículas, que muchas dellas por sí no significan; pero compuestas con otras, o enteras, o partidas (porque muchas las cortan en composición) hazen vozes significativas; a cuya causa no ay verbo fixo, porque se componen destas partículas, o nombres, con otras".
El Arte de la lengua guaraní, gramática de mucha excelencia, fue impreso por el mismo Juan Sánchez, en un tomo junto con el Vocabulario, que trae los vocablos caste- llanos con su equivalente guaraní. Todos éstos figuran en el Tesoro con su valor se- mántico.
El Catecismo salió de las prensas madrile- ñas de Diego Díaz de la Carrera, en el mis- mo año de 1640. Antes de ser publicado, ya sus copias manuscritas, que llevaban los misioneros por las sendas de la conquista es- piritual, habían servido de llaves mágicas para penetrar en los corazones indios.
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XIV
rganización militar Je las misiones
ima. Treinta y siete años se habían des-
Ruiz partiera rumbo al destino que tenía reservado. Volvía ahora para defender esa gran empresa que tanto le debía. Las imáge- nes de su juventud, sus desvarios humanos, pues la pureza absoluta no florece en la sangre, los recuerdos, no le dijeron a su al- ma nada que le hiciese disminuir su tenden- cia irrefrenable de partir hacia sus indios bienamados.
Dos años de litigar, de ajetreo por los co- rredores y salas de audiencia, condujeron a la resolución favorable del virrey marqués de Mancera. Agotadas las consultas, el die- cinueve de enero de 1646 ordenó se toma-
desde que el novicio Antonio
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sen de las salas de armas de Lima y La Plata, ciento cuarenta y seis arcabuces y cuatro mosquetes con sus horquillas, más setenta bo- tijas de pólvora y setenta quintales de plo- mo, que se remitirían a los oficiales reales de Potosí, a quienes se daba encargo de ha- cer llegar ese equipo bélico a los padres de la Compañía de Jesús en el Paraguay.
Con tan pequeño auxilio, pero engran- decido por la organización jesuítica, la dis- ciplina impuesta y las calidades marciales que condujeron en otro tiempo a los temi- bles canoeros a posesionarse de un submun- do de proporciones parecidas al conquistado por la Roma imperial, las bases del ejér- cito misionero fueron asentadas.
La gestión del apóstol y protector de los indios no se detuvo ante estos expedientes, pues tendía en forma primordial a estructu- rar jurídicamente la defensa de las doctri- nas.
Por acuerdo del 25 de junio de 1649, el nuevo virrey, conde de Salvatierra, aten- diendo a lo expuesto por el padre Anto- nio Ruiz, cuyas razones declara ajustadas y ciertas, admitió a los guaraníes cristianos como vasallos de su majestad y pertenecien- tes a la real corona. Les encomendó guárne-
os
cer las fronteras entre los dominios de am- bas monarquías ibéricas, indefinidas aún. En retribución de estos servicios a la causa pública los relevaba de la mita y servicio personal, manteniendo, como único tribu- to, un peso de ocho reales por cada indio empadronado.
Por presión de los hechos, las misiones, de agricultoras e industriales, se habían con- vertido en militares. Los hombres aptos fue- ron instruidos en las artes de la guerra se- gún los cánones, españoles. Y de ese cantero de soldados a quienes ni amigos ni enemi- gos negaron el elogio ni el reconocimiento de sus altas virtudes, marcharon los contin- gentes que requirieron los gobernadores del Paraguay, como arbitrio inapelable.
Las ambiciones lusitanas de extender sus dominios americanos hasta el estuario del Plata permanecían latentes desde los prime- ros años de la conquista. Ya en 1531, Alfon- so de Souza había erigido en las riberas del gran río que conducía a las minas del Rey Blanco, padrones con emblemas portugue- ses. Y al iniciarse el año 1680, las acciones del gobernador Manuel Lobo contra la isla de San Gabriel, fueron contenidas por Buenos Aires, cuyo gobernador José Garro
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contaba con fuerzas misioneras en su ejér- cito.
El título de Muy noble y muy leal, con que distinguió a la ciudad de Buenos Aires el monarca Felipe V, lo debe ésta en gran parte a los soldados guaraníes, que junto a los españoles y criollos rindieron la Colonia del Sacramento en 1705.
Mas tarde, la aplicación del tratado de límites de 1750, producto de arreglos entre las familias que ceñían las coronas de ambos Estados, y que permutaba Río Grande, San- ta Catalina y siete doctrinas guaraníes por la reconstruida Colonia del Sacramento, abrió las compuertas de la resistencia gua- raní.
Tres años de reveses y victorias, y los ejér- citos unidos de España y Portugal fueron necesarios para vencer a los pequeños com- batientes. No obstante, su causa fue recono- cida justa y Carlos III desconoció la cesión de las misiones.
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Vi
tránsito del Apóstol. Ciudad de los Reyes
Al padre Antonio, reconocido en su vejez como eximio abogado, se le ordenó re- presentar, ante los tribunales de la Ciudad de los Reyes, los intereses de la Compañía amenazados de muerte en las misiones gua- raníes por la actitud del obispo de la Asun- ción, Bernardino de Cárdenas.
En abierto conflicto con las autoridades temporales, y opuesto al poderío creciente de la Orden de San Ignacio en virtud de la empresa misionera, desató una agitación que por sus choques, sus intrigas, sus abier- tos o torcidos desafíos, repercutió en la me- trópoli y en el Virreinato.
El plan del prelado, con respecto a la Compañía, consistía en introducir en las re-
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ducciones clérigos seculares en sustitución de los jesuítas. El tenaz mitrado lograría, en 1654, parte de sus fines.
Iniciada la querella, se extendió por más de tres lustros, con sigular ahinco. Y el pa- dre Antonio veía prolongarse los días y los años, sin que le fuese permitido emprender el retorno.
Escribió al provincial Diego de Boroa, confesándole cómo le avergonzaba acudir a palacio y tribunales, aunque hallaba defe- rente trato y homenajes, que por no desear- los lo enfadaban: "Mucho deseo, padre mío, un buen retiro, donde pueda servir de algo a la religión, sin tantos embarazos, y por ho- ras espero la orden del Padre Provincial para volverme a esa mi provincia".
Durante la espera, buscaba en la medita- ción, con mayor empeño, estrechar el con- tacto con las fuentes de la divinidad. Como antes recorrió las ásperas rutas de la selva, la llanura y la sierra, ahora caminaba por las sendas espirituales de la perfección. Había logrado estar siempre en la soledad aunque lo rodease la gente de palacio o los transeún- tes que llenaban las plazas; soledad de hom- bres, pero acompañado por la majestuosa presencia del Señor.
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Escribió un pequeño libro de oro, Silex del divino amor, en que se saca y prende en la voluntad de este fuego divino.
Eran las flores de su pensamiento, de un lirismo metafísico y una comunicación mís- tica para los que ansiasen alcanzar el reposo del alma en la paz espiritual.
Pero él reconoció que no fué en los tex- tos sagrados ni en la filosofía donde adqui- rió el conocimiento de los medios para vivir constantemente en presencia de Dios. Lo debió a un humilde y bondadoso guaraní de la misión de Nuestra Señora de Loreto, que tenía la intuición de lo absoluto y descubrió con sencillez el modo, difícil para tantos, de ir siempre acompañado por el Señor.
Mucho debió Antonio Ruiz a ese dulcí- simo indio, Ignacio Piraycí, y a la maravi- llosa lección de su vida. Evocaba su imagen cuando la flaqueza se le insinuaba en el áni- mo. Al verlo alejarse cantando hacia el tra- bajo y regresar alegre, y orar con aquella pu- reza y sencillez, rodeado de una aureola de reposo y de luz, y al escuchar el eco de sus pa- labras como puertas para la gloria, pensaba que Nuestro Señor le enviaba mensajes.
El padre Antonio, cuyas energías físicas se gastaban, reunía en su libro de Apunta-
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mientos las mejores experiencias de sus años consagrados a los ejercicios superiores de la religión, en sus alcances celestes y terrenos.
Y así, depurada el alma hasta la santidad, el mes de noviembre de 1652 le llevó, a la estancia donde descansaba apretado por la enfermedad, los anuncios de un nuevo viaje.
Estaba preparado. Del descenso a los ín- timos y profundos repliegues de la concien- cia volvía con serenidad; aguardaba alegre los instantes inevitables. Una debilidad del espíritu le hacía entristecerse: no haberle sido acordado el rever los ríos lejanos, el Paranapanema, el Iñeay, el Pirapó. . .
En las fronteras de la muerte, se acercó a Lima en una lenta litera, acompañado por las imágenes de los pueblos misione- ros, por las campanas de las iglesias que construyó, por las escenas de la vía dolorosa de su destrucción, y por la sonrisa de tras- mundo de Ignacio Piraycí.
Fué el día 11, el señalado.
El cuerpo del apóstol descendió a la crip- ta del Colegio de la Compañía de Jesús, donde la Madre de Dios se le apareció aque- lla vez junto con san Ignacio y san Francisco Javier, y le prometió que iría a las misiones.
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Sus compañeros no dejaron en olvido las promesas que le formularon cuando se ale- jó hacia la corte como procurador de la Pro- vincia, de que sus restos serían llevados a las misiones, ni que en Madrid suplicó al pa- dre Juan Antonio Manginano para que no permitiese, si moría, que lo dejasen entre españoles. Su voluntad era la de sentirse abrigado por la tierra guaraní.
Los indios pidieron su cuerpo, como un tesoro incomparable de aliento y de espe- ranza.
El padre provincial del Paraguay, sobre- poniendo el tesón a las dificultades, obtuvo la licencia de las autoridades de Lima. Y Antonio Ruiz contempló, desde las regio- nes del azul, el viaje del ataúd que encerra- ba sus reliquias, hasta ser recibido por sus queridos guaraníes.
Asido por las muchas manos de un cor- tejo piadoso y elegiaco, llegó al pórtico del templo de Nuestra Señora de Loreto, la primera de las doctrinas en que trabajó y donde tuvo plena conciencia de la empresa catequista y fundacional que habría de em- prender. La reducción hacia la que condujo al pueblo del éxodo, en una prueba de ex- cesivo rigor en la que sus invencibles ener-
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gías le dieron la victoria. En ese pueblo que, como su gemelo San Ignacio Miní, germinó sobre agonías y miserias, pero que la volun- tad de Montoya y la tenacidad de sus indios hicieron florecer.
Recordó el apóstol en su Conquista Es- piritual la alegría en torno a las primeras cosechas y a las construcciones en que am- bos pueblos se atareaban. No olvidó, sensi- ble conocedor de lo entrañable en el espí- ritu de los guaraníes, la dedicación puesta en renovar sus instrumentos musicales, que- brados en la tempestad "bajones, cornetas, vigolones, arpas, cítaras, vigüelas, monacor- dios", con que acompañaban los coros del templo.
Antonio Ruiz de Montoya, el paí guazú, emprendió así, en suelo argentino, el tra- yecto por la vida sin término, envuelto por los cantos fervorosos, incomparables para su alma, de sus indios bienamados.
Por sobre la ruina de los muros misione- ros y el verdor vegetal que los apresa, más fuerte y perdurable que todo acontecer y que el tiempo, su presencia, de rasgos dise- ñados por el cúmulo de sus virtudes huma- nas, no habrá de extinguirse.
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Vil
Las prensas misioneras. Reediciones Je los litros del padre Antonio
El mayor premio a las fatigas del apóstol, en que ¡se aúnan sus trabajos de ca- tequista, de fundador, de organizador, de maestro de las doctrinas, lo constituyó la publicación de su obra lingüística en las prensas misioneras, por obreros y artesanos guaraníes.
En la reducción de Santa María la Ma- yor, en la vertiente del río Uruguay, frente a la desembocadura del Iyuí, fueron impre- sos su Arte y su Vocabulario, con notas del padre Paulo Restivo. Corría el año del Se- ñor de 1724; pero ya hacía 19 que los tipis- tas y grabadores producían libros en idioma guaraní.
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Los libros de Montoya, de Santa María la Mayor, llevan estos títulos: el primero,
Arte de la Lengua Guaraní. Compuesto por el Padre Antonio Ruiz de Montoya, de la Compañía de Jesús. Con los Escolios, Ano- taciones y Apéndices del P. Paulo Restivo, de la misma Compañía. Sacados de los Pa- peles del P. Simón Bandini y de otros. El segundo es: Vocabulario de la Lengua Gua- raní por el P. Antonio Ruiz, de la Compa- ñía de Jesús. Revisto y aumentado por otro Religioso de la misma Compañía.
La importancia extrema de los trabajos montoyanos para el estudio de la lingua geral incitó a Julio Platzman, caballero de la orden imperial de la Rosa del Brasil, a publicarlos nuevamente. Lo hizo en Leip- zig, en el año 1876, en una excelente im- presión, sin haber sufrido el original alte- ración alguna, en tres cuerpos, tal como lo indicó el autor en la edición príncipe.
En el mismo año apareció otra edición, excluyendo el Catecismo, con los siguientes datos bibliográficos: Gramática y Dicciona- rios (Arte, Vocabulario y Tesoro) de la Len- gua Tupí o Guaraní. Por el P. Antonio Ruiz de Montoya. Natural de Lima, Misio- nario en la antigua Reducción de Loreto,
162
junto al río Paranápanema del Brasil, Supe- rior en otras y Rector del Colegio de Asump- ción, etcétera. Nueva edición. Más correcta y esmerada que la primera con las voces in- dianas en tipo diferente. Viena-París, 1876.
Siempre en ese año, fray Juan N. Alegre, de la Orden seráfica, publicó en Buenos Aires la sola gramática con el título: Arte de la lengua guaraní, escrita para el uso de los pueblos de Misiones por el P. Antonio Ruiz de Montoya. En el prólogo, advertía fray Juan que por ser la obra original tan escasa, se decidía a publicar nuevamente tan prolijo trabajo. Manifestaba que si la coo- peración que esperaba era encontrada, pro- seguiría dando a luz el Vocabulario y el Tesoro. Esperó en vano. La edición se hizo en los talleres de Pablo E. Coni, en la calle Potosí.
La Conquista espiritual fué vertida al guaraní en 1733, manuscrito que se publicó junto con el texto portugués, en los Anales de la Biblioteca de Río de Janeiro, volumen sexto, del año 1879, bajo el nombre de: Primera catechese dos Indios selvagens fei- ta pelos padres da Companhia de Jesús. Ori- ginariamente escripia em hispanhol pelo padre Antonio Ruiz, antigo instructor do
163
Gentío, e despois vertida em abañe enga por o uh o padre en 1733.
Reeditóse en 1892 la Conquista espiri- tual, para los lectores de El Mensajero, com- puesta en la Imprenta del Corazón de Jesús, en Bilbao.
Ligada para siempre a los guaraníes que tanto amó y a la empresa misionera a la que entregó sus formidables energías, la gran figura de Antonio Ruiz de Montoya está cir- cundada por los elevados prestigios de su obra de lingüista eminente.
164
INDICE DE NOMBRES
De personas, etnográfico y de lugares
Acquaviva, S. J., Claudio: 37 Alegre, fray Juan N.: 163 Alejandro VI: 96 Al faro, licenciado Francisco
de: 52, 61 Anchieta, S. J., José de: 24,
89, 99, 100 Aracoyaba: 103 Arary: 1Ü0
Arias de Saavedra, Hernando (Hernandarias) : 48, 49, 78
Artiguaye, Miguel (cacique Miguel): 72, 73, 74
Asunción, ver: Nuestra Seño- ra de la Asunción.
Asunción del Iyuí, reducción jesuítica de: 123, 125
Atahualpa: 98
Aztecas: 12, 22
Bahía: 96
Barreto, Nicolás: 103 Bernal, Antonio: 136 Bogotá: 34
Boroa, S. J., Diego de: 132, 154
Buenos Aires, ver: Nuestra Señora de la Trinidad en
el Puerto de Santa María de Buenos Aires.
Caazapaguazú: 135 Caazapaminí: 123 Cabrera, Jerónimo Luis de: 40
Candelaria de Caazapaminí, reducción jesuítica de: 123
Cárdenas, Bernardino de: 153
Caribes: 12
Carijoes: 100
Carlos V: 51, 98
Carlos III: 150
Carranza, fray Pedro, obispo: 79
Cataldino, S. J., José (padre José) : 49, 50, 59, 61, 77, 79, 83, 86
Castillo, S. J:, Juan del: 122,
124, 125 Céspedes, Luis: 27 Ciudad Real: 38, 50 Ciudad de los Reyes: 31, 37,
78, 153
Colonia del Sacramento: 150 Concepción, reducción jesuíti- ca de: 116
165
Coni, Pablo E.: 163 Córdoba del Tucumán: 39, 131
Corpus, reducción jesuítica
de: 116 Cuaquíutles: 12
Charcas: 134 Charrúas: 122
Díaz de la Carrera, Diego: 143 Díaz de Solís, Juan: 99 Díaz Melgarejo, Ruy: 49 Domenech, S. J., José: 107
Encarnación, reducción jesuí- tica de: 90 Espinosa, S. J., Pedro de: 116 Evreux, Ivés d': 25
Felipe II: 125
Felipe IV: 133, 134, 136
Felipe V: 150
Filds, S. J., Tomás: 38
Francisco Javier, san: 38, 156
Gaboto, Sebastián: 98 Garay, Juan de: 78 García, Alejo: 49, 98 Garro, José: 149 González de Santa Cruz, S. J.,
Roque (padre Roque): 122 Grou, Domingo Luis: 102 Guaycurúes: 122 Gulraberá: 90, 92 Guiraypoti: 62
Haidas: 12
Henart, S. J., Nicolás: 126 Hurtado de Mendoza, Loren- zo: 26
Ignacio, san: 26, 38, 156 Itapuá, reducción jesuítica de:
116, 122 Itatines: 126
Jácome, S. J., Diego: 99 Jagoanharo: 100 Jaguará: 102
Jarque, S. J., Francisco: 35 Jesús María, reducción jesuí- tica de: 92
La Plata: 148
Las Casas, fray Bartolomé de: - 27
Leáo, Antonio de: 103 Leitáo, Jerónimo: 101 Léry, Juan de: 16 Lima: 32, 34, 37, 40, 132, 147,
148, 156 Lobo, Manuel: 149 Lobo, Pero: 97
Lorenzana, S, J., Marciel de: 49, 122
Los Siete Arcángeles, reduc- ción jesuítica de: 92 Lozano, S. J., Pedro: 17, 70 Lugo y Navarra, Pedro de: 135
166
Macedo, Antonio de: 102 Mancera, marqués de: 134,
136, 147 Mansilla, S. J., Justo, ver: Surk
Mansilla, Justo van Manginano S. J., Juan Anto- nio: 157 Manuel, el Venturoso: 95 Maracaná, Roque: 72, 73, 83, 84
Maracayá, puerto de: 60, 61 Maracayá, yerbatales de: 60, 61, 113
Martínez de Irala, Domingo:
98
Martínez, S. J., Ignacio: 126 Masseta, S. J., Simón (padre
Simón): 49, 50, 59, 61. 71,
83, 108 Matienzo, Juan de: 78 Mayas: 12 Mbororé. 136
Mendoza, S. J., Cristóbal de:
107, 108, 126 Mendoza, Pedro de: 99 Minuanes: 122 Moctezuma: 34, 98 Monasterio, marqués de: 141 Moranta, S. J., Antonio de: 59
Necú: 123, 124
Nóbrega, Manuel de: 89, 99 Nuestra Señora de la Asun- ción, ciudad de: 38, 43, 44, 50, 77, 83, 98, 122, 135, 153 Nuestra Señora de Loreto, primera reducción jesuítica
de este nombre: 50, 61, G7, 85, 114, 155
Nuestra Señora de Loreto, se- gunda reducción jesuítica de este nombre: 117. 157
Nuestra Señora de la Trinidad en el Puerto de Santa Ma- ría de Buenos Aires: 77, 78, 99, 122, 126, 132, 149. 150
Núñez Cabeza de Vaca, Alvar: 49
Núñez S. J., Leonardo: 99
Oñate, S. J., Pedro de: 77, 78 Ortega, S. J., Manuel de: 38
Paiva S. J., Manuel de: 78, 100
Payaguaes: 122
Peralta, Gabriel de: 21, 133
Pereira de Souza: 102
Piratininga: 100
Piraycí, Ignacio: 155, 156
Platzman, Julio: 162
Polo, Marco: 96
Ponte, S. J., Juan: 39
Potosí: 148
Provincia ignaciana del Bra- sil: 99
Provincia jesuítica del Para- guay: 37, 131
Ramallo, Juan: 97, 100 Ranzonier, S. J., Diego: 126 Raposo Tavares, Antonio: 109 Restivo S. J., Paulo: 161
1 67
Rio de Janeiro: 26, 102, 134 Rodríguez, S. J., Alonso (pa- dre Alonso): 122, 124 Rodríguez, Antonio: 97 Ruiz de Montoya, Cristóbal: 31, 32
Ruiz Taño, S. J., Francisco: 132
Sahagún, fray Bernardino de: 22, 25
Salazar, S. J., Diego de: 85 Salazar de Espinosa, Juan de:
43, 98 Saloni S. J., Juan: 38 Salvatierra, conde de: 148 San Antonio, reducción jesuí- tica de: 92, 108 Sánchez. Juan: 142, 143 San Francisco Javier, reduc- ción jesuítica de: 85, 90, 113 San Ignacio Guazú, reducción
jesuítica de: 50, 122 San Ignacio Miní, primera re- ducción jesuítica de este nombre: 50, 62, 67, 71, 72, 85, 114
San Ignacio Miní, segunda re- ducción jesuítica de este nombre: 117, 158
San Juan de Vera de las Siete Corrientes: 78
San Javier de Yaguaraitiés, re- ducción jesuítica de: 123
San José, reducción jesuítica de: 90
San Martín, S. J., Francisco: 49 San Miguel, reducción jesuí- tica de: 127 San Miguel de Ibianguí, re ducción jesuítica de: 90, 92, 108
San Nicolás, reducción jesuí- tica de: 123
San Pablo, reducción jesuítica de: 90
San Pablo de Piratininga: 100,
101, 103, 108, 109 San Pedro, reducción jesuítica
de: 92
Santa Ana, reducción jesuítica de: 122
Santa María la Mayor, reduc- ción jesuítica de: 161, 162 Santiago de Chile: 62 Santiago del Estero: 40 Santo André da Borda do
Campo: 100 Santos: 102
Santo Tomás, reducción jesuí- tica de: 92 San Vicente: 98, 99, 104 Sardinha el Mozo, Alfonso: 102 Soeiro, Manuel: 102 Souza, Francisco de: 102 Souza, Martín Alfonso de: 99, 149
Suáréz, S. J., Gonzalo (padre
Gonzalo): 35, 36 Sumé: 87, 88
Surk Mansilla, S. J., Justo van: 108, 126
168
Tahuantinsuyo: 34, 41 Tamoi: 62 Tamoyos: 100 Taubicí: 70, 71 Tayaoba, cacique: 90, 92 Tayaoba, región de: 90 Tebiricá: 101 Tenochtitlán: 22, 25, 89 Thevet, Andrés: 25, 89 Tlinguites: 12
Todos los Santos del Caró: 124
Tomás, apóstol: 87 Torres Bollo, S. J., Diego de: 37, 38, 49, 59, 62
Trejo y Sanabria, Fernando
de: 40 Tupa: 15, lf>, 17. 24 Tupasi: 15
Urtazun, S. J., Martín: 68
Vareo, S. J., Juan: 84, 85 Villa Rica del Espíritu Santo:
38, 50, 91, 113 Villar, conde del: 31
Yapeyú, reducción jesuítica de:
123 Ya roes: 122
169
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Manuel Ricardo T relies: Cuestión de límites entre la República Argentina y el Paraguay. Buenos Aires, 1867. Revista de la Biblioteca Pública de Buenos Aires, Memorial del Padre Antonio Ruiz de Montoya, Procurador del Paraguay, para el rey, 1642, t. III. Buenos Aires, 1881.
173
INDICE
PÁG.
I — Trayectos de su apostolado 7
II — Los anuncios marianos. Ingreso en la Com- pañía de Jesús. La ordenación 29
III — Génesis de las misiones 41
IV — Los yerbatales de Maracayá 57
V — La catequesis en las primeras reducciones
del Guayrá 65
VI — Montoya desciende al puerto de Santa Ma- ría de Buenos Aires 75
VII — La gran era fundacional. Antonio Ruiz, el constructor, superior de las Doctrinas Gua- raníes 81
VIII — La expansión "bandeirante" 93
IX — El asalto a los pueblos del Guayrá. La caza
de esclavos 105
X — El éxodo 111
XI — Los mártires 119
XII — Antonio Ruiz, procurador de la Provincia
jesuítica del Paraguay ante la corte 129
XIII — La obra lingüística y la crónica misionera 139
XIV — Organización militar de las misiones 145
XV — El tránsito del apóstol. Ciudad de los Reyes 151
XVI — Las prensas misioneras. Reediciones de los
libros del padre Antonio 159
Indice de nombres 165
Bibliografía 171
i 75
OBRAS DE BLANCO VILLALTA
El pueblo turco (Ed. El Ateneo, 1936).
Cuadros de la Estambul actual (Ed. El Ateneo, 1937).
Literatura turca ("Humanidades", Facultad de Huma- nidades, Universidad Nacional de Eva Perón, 1939, se- parata).
Kemal. Constructor de la nueva Turquía (Ed. Claridad, 1939, 2? edición, 1945).
Literatura turca contemporánea (Ed. Claridad, 1940).
Uno de los primeros cronistas del Río de la Plata. Fran- cisco de Villalta ("Universidad", Universidad del Li- toral, 1941).
Conquista del Rio de la Plata (Ed. Claridad, 1943).
Historia de la conquista del Río de la Plata (Ed. Atlán- tida, Colección Oro, 1946).
Antropojagia ritual americana (Ed. Emecé, Colección Buen Aire, 1948).
177
ESTE LIBRO SE ACABO DE IMPRIMIR EN BUENOS AIRES. EN LOS TALLERES GRAFICOS DE GUILLERMO KKAFT LTDA. SOC ANON DE IMPRESIONES GENERALES, RECONQUISTA Jii EL DIA DOS DE DICIEMBRE DE 1964
COLECCIÓN CÚPULA
TÍTULOS APARECIDOS
Ensayos
AL ENCUENTRO DEL HOMBRE, por Arturo Aldunate Phillips. LA GALERIA DE ESPEJOS, por Homero Guglielmini. ENTRE DUDAS Y ESPERANZAS, por Ricardo Sáenz Hoyes. LA VIDA EN LA ANTARTIDA, por Alberto A. Soria.
Biográficas e históricas
EL GRAN CAMBIO, por Frederick Lewis Alien.
EVOLUCIÓN POLITICA Y SOCIAL DE LOS EE. UU., por Hockett y Schlesinger.
PROTAGONISTAS, por César Tiempo.
EL DEAN FUNES, por Mariano de Vedia y Mitre.
LOS SONETOS DE SHAKESPEARE, por Mariano de Vedia y Mitre.
Novelas
LA HIJA DE JÚPITER, por Martín Aldao (h.)
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3EMCT -TA-79-
(Continuación de la solapa anterior)
el látigo de los encomenderos, perseguidas por los "bandeiran- tes" paulistas que de sus trave- sías hacia Occidente regresaban con largas cadenas de guara- níes esclavizados, Montoya, ele- gido procurador de la Provin- cia jesuítica del Paraguay ante la corte española, obtuvo del monarca la venia para armar a los guaraníes de las misiones.
La personalidad de Montoya adquiere su incomparable mag- nitud al sumar a la tarea evan- gelizados su indiscutible pres- tigio de padre de los estudios guaraníticos, puesto que apor- tó las obras básicas y de mayor aliento para los mismos.
Nacido en la Ciudad de los Reyes en 1585, tuvo en ella su glorioso tránsito en 1652. Su cuerpo, solicitado por los in- dios como preciosa reliquia, descansa bajo las ruinas de Nuestra Señora de Loreto, en tierra argentina.
Blanco Villalta logra en este libro, denso de emoción y de elevados valores estéticos, una imágen válida de ese lejano pa- sado, tan vinculado a nuestra historia. Reproduce anteriores éxitos que otorgan jerarquía a su talento de escritor, y baste para ello citar su "Kemal Ata- turk", su "Conquista del Río de la Plata" y su "Antropofagia ritual americana".
F2684.R93 B5 1954
Montoya : apóstol de los Guaraníes
Prmceton Theological Seminary-Speer Library
1 1012 00204 6532